Revolución tecnológica e impacto en el empleo (I)

- Pau Hortal
- Barcelona. Sábado, 28 de junio de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 3 minutos
Todos hemos escuchado la cantinela apocalíptica que vocea aquello de que “los robots nos van a quitar el trabajo”. La inteligencia artificial (IA), la automatización, los algoritmos, ChatGPT, las máquinas que conducen solas, los cajeros automáticos, los drones que entregan pizzas, los bancos sin oficinas, las fábricas sin humanos… ¡Oh no, el fin del empleo está cerca! Sin embargo, aunque debamos estar preocupados por ello, deberíamos relajarnos: antes de dedicarnos a construir un búnker y empezar a cultivar patatas, reflexionemos sobre la cuestión.
Y es precisamente esto lo que pretendo con esta serie de tres artículos en los que intentaré responder a la pregunta que me formulo en el título del post –que hoy abro y que iré completando en lo venidero– desde tres perspectivas. La primera, la “optimista” que centraré en el análisis de los argumentos que formula Xavier Sala i Martín; la segunda, la “pesimista” en la que me basaré en los criterios que formulan otros autores; y la tercera, la “neutra” basada en mis criterios personales.
Creo que muchos de nosotros conocemos y seguimos a Xavier Sala i Martín, y muchos hemos tenido el placer de leer su libro De la sabana a Marte (2023). “El progreso no destruye empleo, lo transforma. Lo crea. Lo reinventa. Y lo hace una y otra vez, como ha venido ocurriendo desde que salimos de las cavernas”.
Empecemos con un análisis histórico. En la Inglaterra del siglo XIX, un grupo de trabajadores textiles se dedicaron a destruir telares mecánicos porque pensaban que estas máquinas acabarían con sus trabajos (un colectivo y una historia que hoy conocemos como “los luditas y el síndrome de la máquina malvada”). Todos sabemos el resultado: las máquinas ganaron, pero también lo hizo el empleo. Y cabe recordar la norma denominada "Red Flag Act", introducida en Inglaterra durante los primeros años de la Revolución Industrial cuando empezaron a circular los primeros coches a vapor y que obligaba a todos los vehículos autopropulsados a circular siguiendo a un ser humano que caminaba delante de ellos con el objeto de limitar su velocidad a cuatro millas por hora. La norma se mantuvo durante 31 años, entre 1865 y 1896.
La revolución industrial, lejos de promover el desempleo, creó millones de nuevas actividades y, por consiguiente, empleos. Sí, desaparecieron muchos puestos antiguos (tejedores manuales, por ejemplo), pero surgieron otros nuevos: maquinistas, mecánicos, encargados de almacén, transportistas, contables e ingenieros. Un ecosistema laboral completamente nuevo floreció. Sala i Martín nos recuerda una regla básica de la economía (y del sentido común): “Cuando aumenta la productividad, crece la riqueza. Y cuando hay más riqueza, se abren más posibilidades”.
Otro ejemplo: antes de que apareciera el tractor, la mayoría de la humanidad trabajaba en el campo. En 1900, más del 40% de los ciudadanos de Estados Unidos trabajaban en actividades agrícolas. Hoy son menos del 2% mientras que la tasa de desempleo se sitúa entre el 4% (se considera una situación de pleno empleo) y el 8%.
Lo que ocurrió fue que el progreso liberó a millones de seres humanos de desarrollar tareas rutinarias, agotadoras y con retribuciones miserables para permitirles dedicarse a actividades nuevas, en condiciones más saludables y con mejores ingresos. En vez de pasar la vida arando tierra, esos millones de personas pudieron convertirse en oficinistas, médicos, profesores, ingenieros, programadores y músicos. Las máquinas no nos sustituyen, nos amplifican permitiendo a muchos seres humanos dedicarse a actividades antes impensables.
La visión de Sala i Martín (compartida además por muchos especialistas que podríamos definir como liberales) es la de que cada avance tecnológico ha sido acompañado de una explosión de nuevos sectores que, a su vez, promueven nuevas actividades y generan empleos impensables con anterioridad. La historia del progreso humano es un constante juego de adaptación y creatividad. Lo que cambia es cómo trabajamos, no el hecho de trabajar. Las revoluciones tecnológicas generan nuevas necesidades que nos obligan a aprender y evolucionar, nos ahorran realizar cosas repetitivas y nos aportan nuevas actividades, la mayoría dotadas de mayor valor e interés. ¿Quién podría pensar en los años 80 del siglo pasado (hace menos de 50 años) que hoy existirían actividades como desarrolladores de apps, operadores de drones y consultores en coaching?
Una de las tesis más poderosas de De la sabana a Marte es que, paradójicamente, cuanto más avanza la tecnología, más importante se vuelve lo humano. Las máquinas, los robots, los dispositivos basados en IA pueden hacer determinadas tareas con mayor rapidez y seguridad, pero no pueden tener empatía ni conectar emocionalmente. No tienen propósito ni valores ni creatividad espontánea (al menos a corto plazo). Por eso, los empleos del futuro estarán centrados en el desarrollo de actividades basadas en las capacidades que nos hacen únicos como especie (a saber: cooperar, crear, cuidar o liderar).
Y, ya para concluir, aquí viene la bomba optimista formulada por Xavier Sala i Martín: “El progreso no hace más que liberarnos como especie”