Imaginémonos que, de pronto, alguien nos dice que vamos a recibir, sin ningún requisito ni compromiso, 1.000 euros mensuales durante un periodo de 12 meses. Sin condiciones. Sin que tengamos que demostrar nada. Simplemente, nos llega una notificación: “Has sido seleccionado para recibir una Renta Básica Universal (RBU)”. ¿Aceptaríamos? ¿Qué haríamos con estos ingresos? ¿Qué cambiaríamos en nuestro día a día?

Esa no es una fantasía futurista ni una utopía. Es una iniciativa que se está desarrollando en Alemania desde hace ya más de diez años gracias a un proyecto denominado Mein Grundeinkommen e.V. (o, traducido al castellano, "mi renta básica") y que cuenta con una particularidad. Se trata de una renta básica que viene desde abajo: en este caso, una iniciativa privada decidió no esperar a que los gobiernos actuaran y optó por lanzar su propio experimento ciudadano de renta básica universal. Es decir, una renta financiada con recursos surgidos de aportaciones privadas y, por tanto, no procedentes del sector público.

El proyecto arrancó cuando el emprendedor berlinés Michael Bohmeyer se planteó las cuestiones siguientes: ¿qué harían las personas si se les ofreciera una renta mensual sin ningún requisito más allá de inscribirse en una lista previa? ¿Cómo cambiaría su entorno vital? ¿Y su relación con el trabajo y el empleo? ¿Cuál sería su impacto en la motivación vital? Con el propósito de obtener respuestas reales a estas preguntas, Bohmeyer decidió poner en marcha una plataforma donde cualquiera pudiera inscribirse a fin de poder acceder (mediante sorteo y sin ningún condicionante previo) a la opción de recibir 12.000 euros en total repartidos durante un año. La iniciativa se financia con pequeñas donaciones procedentes de miles de personas que piensan que hay otra forma de distribuir la riqueza y el bienestar. Es, en definitiva, micromecenazgo convertido en política económica experimental. Economía circular, pero emocional.

¿Qué está pasando con los receptores de la RBU? A fecha de hoy, más de 1.000 personas ya se han beneficiado de ella. Lo interesante no es solo la cifra, sino lo que hay detrás de este dato: hay quien ha usado ese dinero para volver a estudiar, montar un negocio, escribir un libro o, simplemente, respirar hondo tras años de ansiedad económica; una mujer dejó un trabajo tóxico para cuidar de su salud mental; un padre se tomó un año para estar más presente en la vida de su hija y otra persona decidió experimentar con nuevas formas artísticas reduciendo el miedo al fracaso. Todos ellos constituyen ejemplos representativos, aunque la casuística es muy amplia y podríamos referir muchos más.

¿Qué harían las personas si se les ofreciera una renta mensual sin ningún requisito más allá de inscribirse en una lista previa?

¿Y lo más importante?, nadie se tiró al sofá a no hacer nada. Al contrario: el efecto más repetido es la activación vital. Es como si quitar el miedo a llegar a fin de mes desbloqueara una parte del cerebro que teníamos oxidada por la presión.

¿Qué podemos aprender de esta experiencia? En primer lugar, que el concepto de renta universal no es solo una idea de economistas o activistas. Puede ser un movimiento cultural que nace desde abajo, desde el mismo cuerpo social. Y que, por consiguiente, no tiene que proceder del sector público ni tampoco de las instituciones que lo conforman. A veces, la innovación real surge cuando la ciudadanía toma la iniciativa y convierte la empatía en infraestructura. En segundo término, que la RBU no es solo una política económica: supone una pregunta radical sobre el valor del trabajo, el tiempo, la dignidad y el derecho a existir sin condiciones. Es preguntarnos si el sistema actual es el mejor que podemos imaginar o si simplemente nos hemos acostumbrado a sobrevivir en él. Y tercero, que el experimento alemán no busca demostrar que todas las personas deberíamos tener renta básica mañana mismo. Sí pretende abrir conversaciones, romper clichés, provocar preguntas. Y eso, en los tiempos que corren, ya es revolucionario.

La pregunta, probablemente incómoda, es inevitable: ¿por qué no estamos haciendo algo así en otras geografías? ¿qué pasaría si en vez de gastarnos millones en subsidios condicionados, burocracia infinita y auditorías ineficientes, probáramos con algo tan simple como confiar en la gente? Imaginemos una comunidad, un barrio o una ciudad que decide experimentar con la RBU para ver qué ocurre. Si en Berlín se pueden financiar 1.000 rentas básicas solo con aportaciones voluntarias, ¿que podríamos hacer en nuestro entorno si sumáramos voluntades, creatividad y un poco de desobediencia económica?

Mein Grundeinkommen no es una solución mágica y tampoco pretende ser una receta válida para todos los contextos y criterios culturales. Pero sí constituye una grieta poderosa en la pared del esto siempre se ha hecho así. Y por esa grieta entra algo que nos hace falta con urgencia: aire, imaginación y la posibilidad de reducir determinadas angustias vitales. Esto es, un marco en el que establecer políticas asistenciales que ya son necesarias (que no un capricho, por lo que anulo ahora el falso dilema contenido en el título de esta reflexión) y que, al mismo tiempo, no estén fundamentadas, simplemente, en la desconfianza y el control.