Como puede fácilmente entender el lector, no resulta fácil, en estos momentos, intuir qué es lo que va a hacer el nuevo Gobierno en lo relativo a su política tributaria. Entre otras cosas, porque no sabemos si vamos a tener formado ese Gobierno en breve, cuál va a ser su color político o si, por el contrario, vamos hacia un escenario de repetición de elecciones.

Así las cosas, lo único que cabe hacer es exponer las medidas tributarias que, a mi juicio, deberían implantarse en nuestro país. Dichas medidas se encuentran condicionadas por dos factores. De un lado, por la vuelta a las reglas fiscales a partir de 2024 que, aunque articuladas mediante planes de ajuste generosos en plazo, van a obligar a mayor disciplina presupuestaria. De otro lado, por el hecho de que, según los últimos datos de Eurostat, relativos a 2021, nuestro país tiene una presión fiscal del 39% sobre PIB. Es cierto que se trata de una cifra más baja que la media de la Unión Europea –41,7%– y de la eurozona –42,2%–, pero no lo es menos que estamos ya ante un pequeño diferencial, que no deja mucho recorrido para las alzas impositivas.

De lo anterior podemos obtener ya una conclusión clara: sea cual sea la orientación política del nuevo Gobierno, este tendrá poco margen para grandes aumentos o disminuciones de la carga tributaria, que deberán combinarse con menores o mayores ajustes por la vía del gasto.

Por ello mismo, creo que nadie debe pensar que vamos a asistir a una “revolución fiscal”, en el sentido que sea, ya que las decisiones se encuentran muy condicionadas. Por ello, interesa centrarse más en el detalle de cada uno de los ámbitos de imposición, donde sí hay margen para la toma de decisiones. Comenzando con la imposición personal sobre la renta, durante la pasada legislatura se ha ido incrementando la progresividad del IRPF para las rentas altas, aproximándose también las tarifas de la base general y del ahorro. Al tiempo, se han articulado ayudas directas para las rentas más bajas que, aunque al margen del sistema tributario, se han gestionado por la Agencia Tributaria.

Si se mira bien, nuestro IRPF se está aproximando, por esta vía, a un impuesto negativo sobre la renta, que, a partir de determinado nivel de renta, da lugar a un pago –los que se encuentran por encima– o a una devolución (para los que se sitúan por debajo del umbral). De esta forma, el IRPF se convierte en un eficaz instrumento de política social, con mayor potencia redistributiva. Tal vez sea el momento de continuar dicho proceso, toda vez que, aunque estamos reduciendo los niveles de desigualdad y pobreza, queda mucho camino por recorrer. No obstante, no es un camino fácil, no solo por la merma recaudatoria que pueda suponer la adopción generalizada de dicho modelo, sino también por su gestión, ya que implica incorporar a la misma a los actuales no declarantes.

Por todo ello, tal vez sea más prudente intensificar el “modelo híbrido” actual, creando nuevas ayudas directas gestionadas por la Administración tributaria a partir de los datos de IRPF. Este camino puede servir, además, para establecer medidas compensatorias a los ciudadanos de rentas bajas por la introducción de impuestos ambientales, que generan efectos regresivos.

En este mismo tributo, está pendiente la reforma de la fiscalidad de los autónomos, que se encuentra condicionada por dos elementos. En primer lugar, por la necesidad de terminar con el obsoleto sistema de módulos, que calcula la base imponible de estos empresarios al margen de su beneficio real, en función de parámetros estadísticos que no se han actualizado desde hace tres décadas. La supresión de dicho régimen pasa por una tributación sobre los beneficios reales de los autónomos, lo que exige, a su vez, el control de sus ingresos, especialmente difícil cuando venden a consumidores finales. En este punto surge el segundo de los factores determinantes al que nos referíamos, como es el desarrollo e implantación de la prohibición del “software de doble uso”, así como la digitalización del sector. Dichas medidas permitirán articular la remisión telemática de las facturas a la Administración tributaria, factor clave para el control de los ingresos y, con ello, para introducir una estimación directa generalizada.

Este nuevo régimen de estimación directa para los autónomos, basado en su beneficio real, debería contener, a mi juicio, algunos elementos propios de la objetiva, por el lado de los gastos. Así, todos los que nos dedicamos al ejercicio profesional sabemos identificar categorías de gasto cuya deducibilidad genera múltiples conflictos entre Administración y contribuyentes, como pueden ser los asociados al uso de vehículos o a los de desplazamiento y manutención o los de telefonía. Por ello, parece conveniente la introducción de un apartado de gastos de difícil justificación, más generoso que el actual, que sustituya a la deducción específica de estos gastos.

En el ámbito de la imposición sobre sociedades, las principales novedades pueden venir dadas en el ámbito internacional, con la adopción de medidas que permitan establecer una tributación mínima de los grandes grupos multinacionales y un reparto justo de la recaudación entre los países en que operan. A nivel doméstico, la principal decisión será la relativa a los gravámenes bancario y energético, que recaen sobre las mayores empresas españolas. A mi juicio, su futuro debería pasar por la reformulación de dichas figuras, atribuyéndoles carácter tributario –formalmente, se han aprobado como prestaciones patrimoniales no tributarias– y gravando una magnitud más próxima a sus beneficios extraordinarios, ya que hoy día recaen sobre los ingresos.

En la imposición indirecta, la reforma pendiente es la de la fiscalidad ambiental, donde el Libro Blanco elaborado en la pasada legislatura contiene un buen número de propuestas. Su implantación dependerá de la evolución de los precios de la energía y de la capacidad para articular medidas compensatorias hacia los ciudadanos de rentas más bajas, tal y como señalábamos al tratar el IRPF.

Por lo demás, en el IVA debe cerrarse el círculo de la tributación de los autónomos, con la puesta en marcha de un régimen de franquicia, tal y como existe en muchos países europeos.

En la imposición patrimonial, más allá de la evaluación y posible prórroga del Impuesto a las Grandes Fortunas, debería plantearse una reforma en profundidad de todos los tributos, para simplificarlos, ensanchando sus bases imponibles y reduciendo los tipos de gravamen. Pero se trata de impuestos cedidos a las comunidades autónomas, por lo que cualquier modificación en profundidad debería insertarse en una reforma de su sistema de financiación, lo que no parece sencillo, dadas las mayorías existentes.

Para finalizar, una vez transcurridos veinte años desde la aprobación de la actual Ley General Tributaria, parece conveniente estudiar su posible reforma, que vaya más allá de la aprobación de una nueva norma antifraude, de manera que la acomode a los actuales problemas en la gestión del sistema tributario. A título de ejemplo, parece oportuno revisar el sistema de fijación de criterio administrativo, el modelo de control tributario, agilizar la vía económicoadministrativa o introducir el derecho al error en el ámbito sancionador.

Como puede observarse, los retos son relevantes, pero la composición del parlamento, tan fragmentada, no nos hace ser muy optimistas, ya que no resultará fácil articular mayorías. Tal y como ha sucedido en la pasada legislatura, se sabe cómo entra un proyecto de ley en las Cortes, puesto que lo elabora el Gobierno, pero es muy difícil conocer su resultado final, dada la multitud de grupos parlamentarios con poder de enmienda y veto. Ello dificulta enormemente la labor legislativa, especialmente, en una materia tan técnica, pero también tan política, como es la tributaria. Esperemos que nuestros representantes políticos pongan ciertas dosis de sensatez y capacidad de acuerdo.