Paul Krugman, premio Nobel en Economía, escribía hace pocas semanas sobre el fracaso de la trade pax como estrategia para alcanzar paz y democracia mediante la integración de los países en el comercio internacional. Lo afirmaba al observar cómo, después de 30 años de progresiva liberalización comercial en Rusia o China, los avances democráticos y en protección de los derechos humanos eran bien poca cosa.

La capacidad de transformación política otorgada a la apertura de mercados ha sido fallida, pero sus consecuencias económicas se han dejado sentir con fuerza, enriqueciendo a los nuevos participantes y proporcionando ganancias de eficiencia considerables a sus socios comerciales. También poniendo de manifiesto sus potentes efectos distributivos. Aunque los impactos sean globalmente positivos siempre hay ganadores y perdedores cuando se diluyen los obstáculos comerciales. En estos casos, las políticas de compensación son esenciales, pero no siempre las autoridades han gestionado con acierto la respuesta a los efectos de la globalización.

Esta pifia ha favorecido la emergencia de populismos y derivado en una acción política menos favorable al multilateralismo, afectando la dirección y contenido de las políticas económicas. La tendencia al unilateralismo ha hecho fortuna, rebasando el mercantilismo chapucero, simplista y anacrónico de la Administración Trump para modernizándose con nuevos instrumentos y argumentos.

Con el cebo del encarecimiento de la energía, la Administración Biden ha promulgado la IRA (Inflation Reduction Act), legislación promotora de una transición energética cabe un modelo más sostenible, con casi 400.000 millones de dólares en subvenciones y exenciones fiscales para la fabricación y consumo de centrales eólicas, paneles solares y vehículos eléctricos. Incentivos indispensables para avanzar en la lucha contra el cambio climático pero que han hecho protestar las instituciones europeas, piernas ayudadme, aterradas por la exigencia de producción en origen de las tecnologías verdes. Incluso las autoridades aparentemente más internacionalistas parecen disfrutar pues de la poción del nacionalismo económico, hasta el punto de preguntarnos si la guerra en Ucrania también es una oportunidad más de negocio para la poderosa industria norteamericana.

Tres reflexiones en torno a la desavenencia con nuestro amigo americano. Primera. Después de la crisis financiera, cuando en Europa los recortes perdieron orden y medida para convertirse en austericidio, el BCE comprometió bueyes y esquilas para evitar un estancamiento persistente. Se iba muy tarde, el mal ya estaba hecho y se perdió la sincronía con la economía americana. Hoy, la gestión de la crisis hace evidente la dependencia con el dictado económico de la otra ribera atlántica. A pesar de sufrir un episodio inflacionario de raíces diferentes, el BCE va a remolque de las decisiones tomadas por la Reserva Federal. Se trata de evitar que el dólar se suba y encarezca más las importaciones de energía, metales y cereales. Pero, con una recuperación incompleta de los efectos de la pandemia, el riesgo que el exceso de restricción monetaria derive en recesión es más elevado en Europa.

Segunda. Europa sufre más el conflicto bélico por proximidad geográfica y por decisiones geoestratégicas poco afortunadas y de trasfondo delicado. Es bien conocida la dependencia energética del grueso|grosor de las economías del centro y este europeo del gas y derivados petrolíferos procedentes de Rusia o de otras economías con escasa solera democrática. La búsqueda de proveedores y productos alternativos ha afianzado la razón de ser del proyecto europeo pero también requerido tiempo y un esfuerzo económico considerable. Desde el estallido de la guerra, la Unión Europea ha importado gas natural licuado procedente de los Estados Unidos a un coste tres veces superior al de 2019 y, ciertamente, el déficit comercial de los Estados Unidos con Europa se reducirá sensiblemente porque este año el valor de sus exportaciones aumentará un 30%. La industria militar y de la energía han hecho pues un buen negocio de la dependencia europea. Pero la fragilidad geoestratégica de la unión ya se avistaba cuando los precios de los productos energéticos se subieron al verano y otoño del 2021 en pleno tira y afloja con Putin por la luz verde en el gasoducto Nord Stream 2. Entonces miramos hacia otro lado...

Tercera. Es bien cierto que el redactado del IRA rompe el principio de reciprocidad, destila un trato discriminatorio, rezuma competencia desleal y amenaza con desviar inversiones productivas. Nunca nada es casual ni superfluo. Vivimos huérfanos de instituciones que gestionen una gobernanza global y la Organización Mundial del Comercio (OMC) hace tiempo que sufre el menosprecio de sus normas por algunas de las principales economías exportadoras. Al trasfondo de las ocurrencias económicas de Trump se percibía una intensa lucha por el liderazgo tecnológico de un mundo en plena revolución digital y transformación del modelo energético. Con mejores palabras, la Administración Biden escala el conflicto porque el liderazgo del 5G, la producción de circuitos integrados, las aplicaciones de la inteligencia artificial, el acceso a los metales procedentes de las tierras raras, el control de la nueva ruta de la seda o la protección de la propiedad intelectual son argumentos que alimentan la lucha por el juego de tronos. No nos tendría que extrañar que los rivales fuercen Europa a tomar partido. Estados Unidos juega sus cartas atizando la inversión militar europea, reforzante los vínculos con la OTAN y comprometen el uso de sistemas militares con tecnología americana.

¿Y así pues? Mientras se negocia un mejor trato con el amigo americano, convendría adelantar|avanzar trabajo buscando la máxima rentabilidad económica y social en el uso de los fondos Next Generation, porque quien no tiene hitos, es poco probable que los alcance.