Durante una mesa redonda en la que participé esta semana en relación con la IA, surgió una palabra que vuelve una y otra vez cuando hablamos de innovación: burbuja. La inteligencia artificial es una burbuja.

La afirmación dejó un eco en la sala, lleno de inversores financieros. No es raro. Llevamos más de un siglo acumulando experiencias de euforia y corrección. Burbujas financieras, inmobiliarias, tecnológicas. El concepto se ha ido repitiendo tanto este siglo que hoy, cualquier fenómeno que crece rápido, atrae capital y genera expectativas irrealizables, acaba recibiendo esa etiqueta.

Desde el punto de vista del inversor, el paralelismo histórico es evidente. Cada vez que surge una gran frontera tecnológica ocurre lo mismo. Pasó con el ferrocarril, con la electricidad, con internet, con las puntocom, con las aplicaciones móviles. Aparece una oportunidad. Llega el capital. Mucho capital. Demasiado capital. Y no hay mercado suficiente para absorberlo todo.

La metáfora del Dorado es pertinente. Oro había. Pero no para todos los que fueron a buscarlo. En la inteligencia artificial hay miles de startups, miles de proyectos y miles de equipos intentando ocupar un espacio que, por pura lógica económica, solo podrán conquistar unos pocos. Probablemente no más de un 4 o 5%. El resto desaparecerá. No porque la tecnología sea un engaño, sino porque la competencia es brutal.

En la IA, hay miles de startups, proyectos y equipos intentando ocupar un espacio que, por lógica económica, solo podrán conquistar unos pocos

Visto así, hablar de burbuja es razonable. Hay más dinero del que se puede rentabilizar. Hay más buscadores que vetas. Hay más apuestas que premios. Y eso genera una sensación de exceso difícil de ignorar.

Pero la lectura cambia cuando se observa el fenómeno desde otro ángulo. Si lo vemos desde el lado del usuario, empresarial o social, estamos sin duda ante una revolución tecnológica. La inteligencia artificial no es una promesa lejana ni una expectativa abstracta. No es un “ya veremos”. Es una tecnología que ya está operando. Ya está introduciendo eficiencias medibles. Ya está alterando procesos internos, cadenas de valor, modelos de atención al cliente y sistemas de decisión. En muchas empresas no es un proyecto piloto, es una herramienta diaria.

Desde la demanda, no hay burbuja alguna. Hay adopción. Hay utilidad. Hay retorno en forma de productividad, velocidad y reducción de costes. La tecnología funciona. Su impacto no depende de cuántos inversores acierten, sino de su capacidad efectiva para hacer más eficientes tareas y procesos, esto es, actuar sobre la economía real.

Aquí aparece una idea interesante. Puede haber exceso de inversión sin que haya exceso de tecnología. Puede haber sobreoferta de proyectos y, al mismo tiempo, una demanda estructural creciente. Ambas cosas no solo pueden convivir, sino que suelen hacerlo en todas las grandes revoluciones.

Desde la demanda, no hay burbuja alguna. Hay adopción. Hay utilidad. Hay retorno en forma de productividad, velocidad y reducción de costes

Como en toda disrupción profunda, la estadística es despiadada. La mayoría de los inversores no acertará. Lo saben. No hay engaño colectivo. No hay creencia ingenua de que “esto solo puede subir”. Quien entra en una startup de inteligencia artificial hoy sabe que la probabilidad de fracaso es altísima. Sabe que quizá uno de cada veinte multiplicará por cien o por mil, y que los demás no devolverán el capital.

Eso se parece menos a una burbuja clásica y más a una lógica de apuestas. Un escenario donde el riesgo no se oculta, sino que se asume. Donde el atractivo no está en la reventa rápida, sino en la posibilidad remota de acertar con uno de los grandes ganadores.

La historia de los dorados es siempre igual. Atracción de riqueza, fiebre del oro, afluencia masiva de probadores de fortuna, criba, ajuste y racionalización del mercado. Al final quedan unos pocos actores sólidos. Y esos pocos reordenan el mercado durante años. Esos pocos ganadores acabarán teniendo un impacto desproporcionado. No solo para quienes invirtieron en ellos, sino para todo el tejido empresarial. Serán las aplicaciones que cambien cómo se trabaja, cómo se decide, cómo se compite. El hecho de que solo unos pocos acierten no reduce la magnitud del cambio. La amplifica.

Hay un desequilibrio. Toda burbuja trae consigo un desequilibrio. Pero no todo desequilibrio es burbuja.

Tal vez baste con entender que estamos ante uno de esos momentos en los que la economía se adelanta a sí misma

La inteligencia artificial parece moverse en ese terreno ambiguo. Exceso de capital, sin duda. Filtro durísimo para inversores, también. Y, al mismo tiempo, una revolución tecnológica real, ya en marcha, con efectos profundos y duraderos.

Tal vez no haga falta decidir si es o no una burbuja. Tal vez baste con entender que estamos ante uno de esos momentos en los que la economía se adelanta a sí misma. Y que, como siempre, solo unos pocos acertarán. Pero todos nos beneficiaremos de sus aciertos.

En otras palabras, no hay oro para todos los buscadores de oro. Pero quienes den con él, sean quienes sean, cambiarán el mundo.

No hay oro para todos, pero es oro.