Gasto en defensa: ¿doble rasero?
- Guillem López-Casasnovas
- Barcelona. Domingo, 7 de diciembre de 2025. 05:30
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Me pregunto qué harán ahora aquellos críticos exigentes sobre la eficiencia del gasto público (véanse dos documentos recientes, uno de Fedea (Cuando gobernar no es improvisar: Claves para entender y Diseñar políticas públicas a través de tres casos recientes en España, noviembre de 2025) y otro del FMI (Spending Smarter: How Efficient and Well-Allocated Public Spending Can Boost Economic Growth, Fiscal Monitor, IMF, octubre de 2025) cuando apliquen sus estándares a la exigencia de la eficiencia del gasto en defensa. Un incremento disruptivo (no resultante de un objetivo pactado y pautado), con elevados costes de oportunidad (cuando muchas otras necesidades están postergadas), desde una presupuestación plurianual (no planificada en ingresos), sin una justificación parlamentaria clara en destino y fuente de suministro (lo que llaman "compra pública innovadora"), con precisión de outputs y outcomes -resultados finales (ya me dirán cómo se concretan estos en la guerra, como dice Trump, y que en Europa llamamos "seguridad") y con qué información después se rendirán cuentas de este gasto (¿desclasificando documentos secretos?).
Ciertamente, en este país necesitamos poner el listón alto a la exigencia de un mejor gasto público. A menudo este se mueve políticamente con el apoyo de analistas y politólogos que ignoran cómo se deben financiar las propuestas, qué otras partidas se pueden sustituir, y cómo se gestionarán. Pero el listón debe ser para todo el gasto financiado coactivamente con impuestos, en los cuales la disposición a pagar nunca es directa sino interpretada ideológicamente. No tiene sentido el ensañamiento del análisis económico en gasto social cuando otras áreas más dudosas entran silenciosas en las agendas públicas, y menos aún afectando prestaciones redistributivas de corto plazo y de supervivencia de poblaciones muy frágiles, bajo el amparo de aquellas otras que supuestamente tienen efectos tractores en inversiones o en I+D de futuro.
Este tipo de maldición en el foco de buscar la eficiencia cuando esta se ha perdido en ámbitos diferenciados, a menudo de la redistribución, resulta muy típica de algunos economistas. Aprovechando el conocimiento que a veces la información permite, los economistas de la salud, por ejemplo, exploramos hasta el aburrimiento áreas de gasto controvertidas, con nuestro bagaje de coste efectividad, mientras otros ámbitos de gasto público pasan sin evaluación, ya sea por falta de interés (hasta hace poco la educación o la vivienda), o por su menor glamour (servicios sociales y dependencia), para los que se averigua con más dificultad la realización de negocio privado, a diferencia del interés que genera la crisis de las pensiones (por las propuestas privatizadoras), o simplemente, ahora por la dificultad del análisis, en el campo del gasto en defensa.
No tiene sentido el ensañamiento del análisis económico en gasto social cuando otras áreas más dudosas entran silenciosas en las agendas públicas
La mejora de la eficiencia en el gasto público no es una alternativa a la creciente presión fiscal, sino una exigencia de higiene democrática, cuando la administración gasta aquello que ha sustraído de las familias. No es el resultado de un estudio comparativo que muestre que todo iría mejor en un mundo ideal, con datos a menudo derivados de otros países y situaciones. Lo que es una buena y una mala práctica es de sentido común. No hacen falta grandes comisiones de reforma. Y, contra este juicio, siempre se encuentra un interés individual o corporativo que se esconde. Fuera de esto, las proclamas de gastar mejor suelen acabar incidiendo en frenos al gasto más redistributivo, más social y menos apalancado en los grandes intereses empresariales. La exigencia de los economistas debe estar ahí, pero la vara de medir debe ser la misma.