Esto ha de quedar resuelto en julio

- Fernando Trias de Bes
- Barcelona. Domingo, 13 de julio de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 2 minutos
El mes de julio es el fin del mundo de todos los años.
Hay una fecha límite que todos llevamos tatuada: las vacaciones de agosto. En Navidad paramos también, claro. Pero Navidad es un parón amable, corto. Apenas dos semanas y con días laborables en medio. El cierre fiscal de diciembre pone presión, pero en enero siempre queda margen para cuadrar cuentas y rematar flecos. Hay una continuidad.
Agosto es distinto. El parón es largo. Aunque mucha gente se toma tres semanas y no el mes de antaño y que vemos en Cuéntame, la sensación de urgencia se dispara igual. Nos pensamos que lo que no se deje cerrado ahora, va a ser un problemón en septiembre.
Cada año es lo mismo. En julio se multiplica el número de reuniones, se adelantan entregas, se apuran días y noches revisando contratos, presupuestos, propuestas. Se disparan los correos con el asunto «urgente». Todo es «última hora». Todo es «imprescindible». Y siempre surge esa idea de que, si no se cierra hoy, mañana ya es tarde.
El mes de julio es el fin del mundo de todos los años. Hay una fecha límite que todos llevamos tatuada: las vacaciones de agosto
No conozco empresa que no caiga, de un modo u otro, en este día de la marmota. Puede haber un plan de acción anual, una hoja de ruta detallada, objetivos por trimestre. Da igual. Julio se acaba llenando de pendientes.
Julio nos mete en un estado mental curioso. Sentimos que todo debe quedar hecho porque, de repente, se acaba el tiempo. Es lo que los psicólogos conductistas explican como percepción de compresión temporal. Cuando hay un hito claro (en este caso, las vacaciones), el cerebro interpreta que el reloj corre más deprisa y magnifica la urgencia.
Pero esto no es del todo real. Lo que no se hace hoy, en la mayoría de los casos se puede hacer mañana. O dentro de un mes. El mundo no se detiene porque un presupuesto se envíe en septiembre en lugar de en julio. El problema es que no soportamos la sensación de dejar algo abierto. Queremos cerrar todo. Y la paradoja es que esa prisa, muchas veces, no aporta valor real.
Cada año intento aplicar una regla muy simple: distinguir lo imprescindible de lo postergable. Lo que sí o sí debe quedar hecho antes de apagar el ordenador, y lo que puede esperar. Porque cuando vuelves en septiembre, el tiempo vuelve a dilatarse. Aquello que parecía urgente, ahora vuelve a tener margen. Es como si el reloj recuperara su velocidad normal.
Julio no debería ser un mes de estrés. Septiembre vuelve siempre. Y trae nuevos días, nuevas horas, nuevos márgenes
Cuando no lo hacemos así, caemos en lo que algunos psicólogos han dado en llamar “la depresión de la tumbona”. Escribí artículos sobre este fenómeno hace años. Nos vamos de vacaciones con la cabeza todavía a medio gas. Nos sentamos en la playa o en la piscina, cerramos los ojos… y la mente sigue enganchada al Excel, a la llamada pendiente, al correo que quizás nadie conteste. Tardan días en caer los hombros, en soltarse la mandíbula, en vaciar la agenda mental.
Recuerdo un año en el que tuve que firmar un contrato importante. Apuramos hasta el último día laborable de julio, al final de la tarde. Ambas partes decían que, si no se hacía ya, en otoño ya no se haría. Aquel día acabé saliendo de la oficina tardísimo, con la maleta a medio hacer y la cabeza a mil.
Al día siguiente, avión, hotel, tumbona, piscina… No podía tomar el sol ni estarme quieto. Miraba el móvil cada dos por tres. Estaba muy nervioso. Mi cerebro tardó una semana en desconectar. Se me quedaron las vacaciones en nada.
Julio no debería ser un mes de estrés. Es verdad que hay que cerrar cosas, preparar cierres, organizar equipos. Pero se puede hacer bien. Sin quemar. Hay que poner un filtro: qué es ineludible, qué es verdad que no puede esperar. Lo demás, al cajón. Septiembre vuelve siempre. Y trae nuevos días, nuevas horas, nuevos márgenes.
No merece la pena llegar a la tumbona con la cabeza reventada. Mejor llegar con la satisfacción de haber hecho lo que de verdad contaba. Y saber que, al volver, el reloj sigue. Nosotros también y, lo más importante, ¡el tiempo volverá a dilatarse!
Se llama tiempo ontológico. Algún otro día les hablaré más sobre esta cuestión, que es fascinante.