Algunos han estado interpretando estas últimas semanas, sobre todo desde fuera de Catalunya, con ligereza y simplicidad, lo que sucedió en octubre de ahora hace cinco años: la revuelta y el aplastamiento del proceso independentista por los poderes del estado español. Como la memoria es débil, levanto aquí acta de mi registro, muy personal y desde la perspectiva económica, de los hechos vividos para quien quiera entender sus desencadenantes, más allá de los prejuicios políticos o de la inflamación mediática interesada.

Sus antecedentes. Hace ya tiempo que muchos catalanes no se sentían, ni se sienten, a gusto con el encaje que España da a Catalunya. Esta ciudadanía ha tenido mucha, mucha paciencia que afortunadamente no ha llevado nunca al terrorismo como hicieron algunos en el País Vasco. La mayoría de los catalanes se ha acabado, sin embargo, hartando de ver como el centralismo español abusaba contra sus aspiraciones, unas reclamaciones que se querían amables y aquiescentes, especialmente por parte de los partidos de centro catalanes, y que chocaban con unos poderes de Madrid decididos a centripetar en su favor los poderes del Estado. Me referiré solo a cuestiones económicas, y dejo las lingüísticas y culturales aparte. Son muchos años y años de infraestructuras deficientes en transporte, de balanzas fiscales depredadoras de la economía, de financiaciones autonómicas frustradas (en el sentido de que los catalanes movían el árbol y otros recogían los frutos), de menosprecio a necesidades básicas para el bienestar de muchos catalanes. Se acompañaban a menudo con respuestas desde sonrisas de superioridad, y a veces hasta haciendo mofa de las reclamaciones.

Los que hemos transitado desde Catalunya a la "villa y corte" (doce años yendo a Madrid en mi caso, con colaboraciones reiteradas en consejos asesores y comisiones de reforma estatales, y participando en muchas propuestas de reencaje de las dos partes que evitaran el estropicio) hemos ido avisando de manera reiterada de los peligros de ignorar aquel descontento. Incluso el president Montilla, que se le puede considerar de todo menos radical, hablaba sin ambages de "desafecto". Pero la respuesta de los dos grandes partidos nacionalistas españoles ha sido torearlo, al límite de ridiculizar el "peix al cove" de los catalanes, a la hora que cedían sin vergüenza en el conflicto vasco. Han continuado in eternum los déficits fiscales. Cuando desde el constitucionalismo se identificaba Catalunya como territorio histórico —¿quién lo puede negar?—, la interpretación interesada lo descuidaba. Cuando se pedía un acuerdo como el vasco, el concierto se negaba sin argumentos; y daba igual si en el mando del Estado había el nacionalismo de derechas o el de izquierdas, con la manifiesta hipocresía de que lo que habían criticado unos estando en la oposición lo aprovechaban cuando ellos después mandaban en los gobiernos forales.

Desde la comprensión de la solidaridad interterritorial se intentó desde Catalunya el pacto fiscal. Pero la derecha centralista dio portazo al centro derecha catalán, con el silencio cómplice de la izquierda española. Mientras tanto, el nacionalismo primero, el soberanismo después, y hoy, de momento, el independentismo, no han dejado de ganar elecciones; un montón de años. Y el gobierno del Estado ha seguido descuidando lo que pide la mayoría de los catalanes a través de las instituciones que legítimamente los representan. La sociedad civil ha clamado por la gestión del aeropuerto, y los empresarios por el corredor del Mediterráneo, y muchos académicos por una mejor financiación del bienestar. Y estamos donde estábamos.

Con el tiempo, y finalmente, algunos políticos se cansaron, fastidiados de ver cómo ellos mismos defraudaban a sus propios electores que mayoritariamente los votaban, y se liaron la manta en la cabeza y de perdidos al río.

De aquí en parte la explicación económica de algunas de las razones detrás de los Hechos de Octubre, estropeados por una represión impensable en un estado europeo, con una actuación policial equivocada e improvisada que es imposible que a un demócrata no lo haga avergonzarse. Hoy, chafados por los poderes del Estado, con un Poder Judicial sometido en parte a la presión del nacionalismo español, ciertamente alguien puede pensar que la batalla librada en octubre de hace cinco años acabó con la guerra (lenguaje propio de algunos en nuestros medios próximos). Pero eso, permitidme que diga, no está claro que sea cierto.

Como observador de la realidad catalana remarco que muchos catalanes han hecho el cambio de chip definitivo ("con España no hay nada que hacer") y no los someterá a la fuerza de los piolines o la desconsideración, de nuevo, de los supuestos vencedores. Al contrario, el mantenimiento del menosprecio a una parte significativa de la población (recordamos: ¡las mayorías del Parlament!) y la desmesura de la reacción del nacionalismo español más hooligan seguro habrá asustado a muchos, pero no creo que sirva para cambiar mentalidades en el momento más puro de la democracia: cuando el ciudadano pone el voto en la urna. En cualquier caso, aquellos ganadores "estadistas" que dicen que gobiernan en favor de todos, los hayan o no votado, tendrán que explicar qué piensan hacer para congraciarse con todos aquellos otros ciudadanos que todavía no han escuchado una propuesta en positivo y mantienen una financiación autonómica caducada y sin una pizca de voluntad asimétrica.

En resumen. Bastantes catalanes y sus representantes reaccionaron fuera del tono que otros hubieron querido aquellos quince días de octubre. Muchos lo hicieron desde el cansancio de quien había tenido mucho, mucha paciencia en el pasado, y que en un momento dado no supieron contener sentimientos y estallaron. Que cada uno juzgue si ha sido bastante justificación, pero razones, 'haberlas, haylas'. Y el problema es que se mantienen.