Durante décadas, la política y la economía funcionaron como esferas separadas, con vasos comunicantes, pero con reglas distintas. Hoy, ese límite se evaporó. Lo que vemos es la metamorfosis del Estado a una corporación, con Donald Trump como su primer CEO oficial. Es un movimiento estratégico y una respuesta desesperada frente a la pérdida de poder del Estado frente a las corporaciones globales. Trump no desmantela al Estado, lo absorbe y lo reconvierte en empresa.

En la toma de control de TikTok, el presidente estadounidense dejó en claro su lógica y exigió que, además de las condiciones regulatorias y del cambio de estructura de propiedad, haya un pago directo al Estado. Una especie de “tarifa de facilitación” impuesta por la sola existencia del poder de veto presidencial. Para Trump, todo lo que tenga valor puede ser capitalizado en nombre del Estado. Lo que antes era diplomacia y defensa nacional, ahora se convierte en ingreso. Este modelo se basa en flujos de dinero.

La figura del presidente como líder político cede paso al presidente como gestor de activos y estratega comercial de una compañía que debe competir en el mercado global. Sin embargo, esta no es una compañía cualquiera, es una empresa que perdió su ventaja competitiva. Porque el Estado, como lo conocemos, está en retirada. Ya no domina la emisión monetaria, ya que lentamente se le escapa en manos de las criptomonedas. Tampoco controla las industrias estratégicas, donde las corporaciones imponen el ritmo. Entre tanto, las normas de producción se fueron a los centros de desarrollo del sector privado.

El único activo real del Estado es el monopolio de la fuerza, y ni siquiera eso está garantizado, ya que los ejércitos modernos dependen cada vez más de tecnología provista por compañías privadas.

El viejo Estado no tiene lugar en esta era. Solo un Estado-corporación puede sentarse en la misma mesa que Amazon, Microsoft o BlackRock

En este escenario, Trump interpretó que si el Estado no puede competir como árbitro, debe competir como jugador. Pero para protagonizar las grandes ligas no alcanza con gobernar, hay que facturar, cerrar negocios y monetizar influencia. Y para eso, el modelo de CEO es más funcional que el de presidente. Así nace Estados Unidos Inc., donde el Congreso molesta, porque la división de poderes es un obstáculo; y los checks and balances se parecen demasiado a una auditoría interna mal diseñada.

El proceso de corporativización del Estado es una adaptación. Las compañías ya no responden a los países. Muchas tienen más capitalización que varios Estados, operan en múltiples jurisdicciones y presionan para que gobiernos cambien sus leyes para adaptarse a sus exigencias. Europa entera debe formar un frente común apenas para retrasar el avance de las grandes tecnológicas. Las leyes de protección de datos, los límites a la automatización o a la inteligencia artificial (IA), son barreras frágiles que solo existen mientras las corporaciones no tengan un incentivo claro para derribarlas.

Porque el sector de la IA se ha convertido en el nuevo centro de gravedad de la economía global. Nueve de las diez empresas más valiosas del planeta están directa o indirectamente ligadas a esta industria. Solo una fuera del sector sobrevive en ese podio y es una petrolera. Todas las demás viven, respiran y se proyectan en torno a la IA. Y los países que no se alineen, que no modifiquen sus legislaciones para atraer inversiones de este nuevo imperio, quedarán fuera del juego.

Trump lo entiende y su movimiento es de apropiación. Si no se puede regular, se puede participar y se puede facturar. El viejo Estado no tiene lugar en esta era. Solo un Estado-corporación puede sentarse en la misma mesa que Amazon, Microsoft o BlackRock.

Esta transformación trae consigo la desaparición de la ideología. Ya no hay izquierda ni derecha, ni progresismo ni conservadurismo; hay pragmatismo

Eso es lo que Trump propone, como CEO; sus hijos, como directivos; los votantes, como accionistas, y los jueces, como auditores. El lenguaje democrático se traduce al lenguaje corporativo. La bandera se reemplaza por un logo.

Esta transformación trae consigo la desaparición de la ideología. Ya no hay izquierda ni derecha, ni progresismo ni conservadurismo; hay pragmatismo. No ganó Rousseau, ganó Hobbes. No ganó Rawls, ganó Peirce. La doctrina queda atrás, lo que cuenta es lo que funciona. En suma, la política se mide por retorno sobre la inversión y la democracia mutó a un gobierno de resultados.

La pregunta inevitable es qué vendrá después. ¿Quién continuará esta conversión del Estado en corporación? ¿Serán sus hijos, que entienden el proyecto como herencia familiar, o serán ideólogos como J.D. Vance, que reinsertarán una estructura de pensamiento? ¿Podrá sobrevivir la narrativa nacionalista en un país cuya identidad se expresa en Nasdaq y no en el Capitolio?

El experimento Trump no es un delirio, ni una anomalía, es una adaptación extrema a un mundo que cambió las reglas frente al ascenso imparable de las corporaciones y la obsolescencia programada del Estado tradicional. Trump ofrece una solución brutal: competir con las mismas armas desde el capital. Estados Unidos S.A. es la respuesta a un mundo donde los Estados ya no tienen lugar, y Donald Trump es su CEO fundador.

Las cosas como son.