El reciente traspaso de Daniel Kahneman, especialista en psicología cognitiva que recibió el Premio Nobel de Economía el año 2002, nos recuerda la importancia de las investigaciones relacionadas con la economía del comportamiento. Es decir, de aquella rama de la ciencia económica que interpreta el mundo como un conjunto de personas humanas que a menudo toman decisiones absurdas, más que como un grupo de seres estimulados y obsesionados por la racionalidad económica.

La confirmación nos llegó quince años más tarde, cuando Richard Thaler, uno de sus colaboradores y discípulos, también fue galardonado con el Premio Nobel por sus estudios sobre la conducta humana. Entre sus contribuciones figura la utilización de conceptos y herramientas de análisis provenientes de la psicología a la hora de interpretar y comprender aquello que se consideran comportamientos anómalos. Es decir, decisiones que tienen poco que ver o directamente contradicen la racionalidad económica.

Un buen ejemplo es la influencia que tienen las emociones, los sesgos adquiridos, los excesos de confianza o las experiencias previamente vividas en la toma de decisiones de las personas. Su efecto es fundamental para entender cómo reaccionamos y nos comportamos ante situaciones de crisis económica, de episodios de inflación o de un paro persistente. También en las decisiones de inversión de nuestros ahorros, de endeudamiento, de prevención de riesgos o de planificación de la jubilación.

La economía vive también del comportamiento humano, de personas humanas que a menudo toman decisiones absurdas

Tener presentes los factores que influyen en la conducta humana es indispensable cuando se trata de considerar aspectos relacionados con la regulación de los mercados o con la implementación de las políticas económica. Las dificultades de las autoridades monetarias en la implementación de sus políticas cuando los mercados regulados de valores muestran comportamientos muy volátiles, cuando la demanda de criptoactivos se dispara o cuando la inflación se descontrola son una muestra reciente.

Las personas adaptamos nuestras expectativas de inflación a lo que vemos que pasa en nuestra cesta de la compra, pero también lo hacemos en función de las experiencias ya vividas. De manera que las personas de más edad generalmente han sufrido episodios de inflación recurrentes durante su vida y mayoritariamente suelen preferir y optar por inversiones que (acertadamente o no) consideran que las protegerán más de una inflación futura, como la compra de casas o las inversiones en activos renta fija. En cambio, las personas con menos recorrido vital suelen ser más propensas al exceso de confianza y a menudo a la inversión en activos financieros de más riesgo y al uso de tecnologías emergentes.

La economía del comportamiento probablemente también nos recordaría que las emociones influyen en nuestras percepciones y nos sugeriría tener siempre presente que cuanto más traumáticas sean las experiencias sufridas por las personas durante las crisis, más durará su influencia en el tiempo en forma de emociones negativas, lo que resalta la importancia de las políticas sociales y compensatorias. Una buena muestra nos la proporciona la publicación reciente del World Happiness Report. Más allá de los aspectos más morbosos relacionados con las posiciones en los rankings del país de referencia de cada uno, su análisis nos muestra cómo la percepción subjetiva de bienestar obviamente tiene que ver con la seguridad económica, pero hay que distinguir muy bien el grano de la paja.

Es relevante que la percepción de bienestar de la gente joven en las economías tradicionalmente más avanzadas cae

Un elemento importante radica en el hecho de que los niveles de satisfacción generalmente disminuyen con la edad. Varias razones pueden influir en una visión menos optimista de la vida con el paso del tiempo, como los cambios de salud, las circunstancias familiares o la gestión de las expectativas personales. Pero el aspecto más relevante en este punto es la bajada en la percepción de bienestar de la gente joven en las economías tradicionalmente más avanzadas, como es el caso de Europa Occidental o Norteamérica. Esta pérdida de felicidad es todavía más fehaciente entre la población femenina de las economías de mayor renta.

El informe nos muestra la mejora de la percepción de felicidad en las economías más favorecidas por los cambios en la distribución internacional del trabajo causados por la globalización y receptoras principales de grandes flujos de inversión exterior, como sería el caso del Este europeo y de buena parte del sureste asiático. En cambio, la influencia de la hiperglobalización en los segmentos más jóvenes de la sociedad no ha sido tan favorable en el caso de las economías donde la creciente competencia internacional ha causado una severa racionalización de la industria y donde muchos de los nuevos empleos en los servicios basados en el uso de las tecnologías emergentes no ofrecen condiciones de estabilidad y remuneración comparables. Los Estados Unidos y buena parte de Europa occidental son una buena muestra de ello, con un cambio de percepciones generalizado y las consecuencias políticas que todos conocemos. Cuando la inversión en formación no otorga unos retornos económicos significativos, buena parte del tejido productivo es ajeno al reto de la digitalización o la transición verde o las opciones de trabajo atractivo son limitadas, las esperanzas de la población más joven se marchitan. Esta situación, además, afecta más intensamente a las mujeres jóvenes en estas zonas a causa del gap salarial existente y porque el nivel de infraocupación es elevado. Es decir, las mujeres jóvenes ocupan trabajos peor remunerados y trabajamos menos horas de las deseadas. Más emociones en la caldera.

Otro aspecto relevante es el hecho de que la desigualdad en el bienestar de la sociedad va mucho más allá de la disparidad en la distribución de los ingresos, porque tiene en cuenta no solo cómo se distribuyen los ingresos, sino también otros aspectos cruciales en la percepción de confort como son el acceso a la educación, la salud o la vivienda, la aceptación social o la sensación de formar parte de una comunidad. No nos tendría que extrañar, pues, que las personas sean más felices en países donde la percepción social de bienestar es más igualitaria. La consecuencia es directa: el bienestar de las sociedades es más elevado en las economías donde las políticas sociales son más intensas, un elemento que en buena parte explica las posiciones de liderazgo de las economías nórdicas en los rankings de bienestar y, por el contrario, las emociones negativas crecientes de la población de más edad en muchas economías emergentes.

La importancia del contexto social en la formación de las actitudes, valores e intenciones se ha visto todavía más reforzada en los últimos años. La pandemia ha aumentado las acciones asociadas a la benevolencia, bien por la vía del voluntariado, la ayuda desinteresada o las donaciones económicas, sobre todo por parte de la generación de los millennials. Un mensaje contundente para unas sociedades que encadenamos una crisis tras otra y nos sumergimos irreflexivamente en un proceso acelerado de envejecimiento.