A menudo la narrativa —el populismo— va por delante de los resultados esperados de las políticas económicas. Así, encontramos partidos, tanto de izquierda como de derecha, que venden sus propuestas no explicando sus efectos, sino apelando a la ideología y, demasiado a menudo, incitando al odio y al castigo. A corto plazo, estas políticas generan buenos titulares para quien las impulsa; a medio y largo plazo, comportan un retroceso significativo para el país que las tiene que soportar. Los aranceles de Donald Trump son un buen ejemplo, pero en Europa —y también en Cataluña— tenemos casos igualmente evidentes.

A escala europea, un ejemplo claro son las políticas de inteligencia artificial. Se han articulado principalmente en dos frentes. El primero ha sido la descalificación sistemática de empresas digitales norteamericanas y de sus directivos, a los cuales se ha insultado y vilipendiado, impulsando legislación ad hoc destinada a imponer multas millonarias que superan ampliamente los impuestos que Europa recauda de su propia industria digital.

Peter Thiel y Elon Musk han sido, últimamente, los principales blancos de esta ofensiva. Por cierto, Peter Thiel nació en Frankfurt y emigró a Estados Unidos, y Elon Musk es de origen australiano. Ninguno de los dos ha ocultado nunca su ideología de extrema derecha, hecho que ha alimentado una caza personal y empresarial que ha ido mucho más allá del debate económico o regulador. Paralelamente, y de manera sorprendente, no se ha actuado con la misma contundencia contra ninguna empresa china —especialmente TikTok—, a pesar de que incumplen abiertamente, desde hace años, muchas de las prácticas de las que se acusa a las compañías estadounidenses.

El segundo frente ha sido la aprobación de una legislación supuestamente destinada a proteger a los ciudadanos europeos de los abusos de las multinacionales americanas —de nuevo, sin una aplicación equivalente a las chinas—, creando una burocracia tan compleja que hoy ya se habla abiertamente de dar marcha atrás porque resulta inasumible.

Este enfoque en el señalamiento personal y empresarial, así como en la regulación punitiva, ha desplazado el foco del verdadero problema: la falta de empresas europeas de inteligencia artificial capaces de competir con las norteamericanas y las chinas.

El resultado es una legislación prácticamente inasumible, especialmente para pymes y startups, y un panorama desolador en términos de competitividad. Europa ha reproducido en la IA el mismo escenario que ya vivió a principios de los años 2000 con las redes sociales y la nube durante la época de la burbuja dotcom. Hoy, el PIB europeo es aproximadamente un 50% inferior al de Estados Unidos, cuando a inicios de los 2000 estaban prácticamente igualados.

Antes se llamaba RGPD y el “malo” era Zuckerberg, Microsoft o Google. Hoy se llama AI Act y los “malos” son Peter Thiel (nacido en Frankfurt), Elon Musk y Sam Altman.

El resultado ha sido una buena colección de titulares para los políticos de la Comisión Europea y una situación sensiblemente peor para el conjunto de los ciudadanos europeos. El problema no eran los americanos ni los chinos; lo que había que solucionar eran los problemas estructurales europeos.

En nuestra casa, hace pocos días, hemos visto un caso muy similar con la política de vivienda, una de las políticas públicas más estudiadas y donde hace décadas que sabemos qué funciona y qué no. Germà Bel es probablemente el máximo experto en nuestro país.

En cuanto al diagnóstico, existe un amplio consenso entre los economistas desde hace muchos años. Nos encontramos ante una pinza formada por un fuerte incremento demográfico —Cataluña ha pasado de unos 6 a casi 8 millones de habitantes— y una creciente atracción de profesionales, emprendedores y ciudadanos de otros países. Todo ello, en un contexto de PIB per cápita estancado desde la crisis de 2008 y de poder adquisitivo prácticamente plano desde hace dos décadas. En una sociedad tradicionalmente orientada a la compra de vivienda, esto hace que el acceso sea cada vez más difícil y que aumente la presión sobre un mercado de alquiler históricamente pequeño, poco rentable y débilmente desarrollado.

Este escenario se agrava con una administración que se encuentra entre las más burocratizadas de Europa y con una capacidad de construcción de vivienda pública que, hasta ahora, solo ha existido en los titulares de prensa.

La receta es, en realidad, bastante clara: hay que crear las condiciones para que se construyan los aproximadamente tres millones de viviendas que se necesitan en España —un millón en Madrid, un millón en el área de Barcelona y un millón repartidos entre Valencia, Bilbao y otras áreas metropolitanas. En un país que no hace tantos años construía más vivienda que toda Europa junta, esto no debería parecer imposible. Pero los tiempos han cambiado: ni los incentivos, ni la disponibilidad de suelo, ni la burocracia actual lo permiten.

¿Qué políticas se nos proponen? Pues, esencialmente, las mismas que hemos visto con Trump o con la IA.

En primer lugar, la criminalización de cualquier actor del sector inmobiliario, etiquetado sistemáticamente como especulador sin alma o fondo buitre —incluso cuando se trata de fondos como el noruego, referente internacional de gestión ética. Resulta paradójico que esta retórica venga a menudo de partidos salpicados por casos de corrupción, abusos o manipulación política.

La especulación es, en realidad, un síntoma de un mercado ineficiente. Al igual que el arbitraje, indica una falta de oferta y, en un mercado bien diseñado, incrementa los incentivos para que esta oferta aparezca. Si, en cambio, la regulación es pésima, no se desarrolla suelo, no se construyen ciudades —no hace falta ir a China: en los Países Bajos se están planificando diez nuevas ciudades para hacer frente al crecimiento demográfico—, y los rendimientos no compensan el riesgo, la especulación persiste. Con topes de precios, a menudo tiene más sentido abrir una cuenta remunerada que invertir en vivienda de alquiler.

En segundo lugar, se vuelven a impulsar políticas de regulación orientadas al acceso, no a la abundancia. Los topes a los alquileres son el ejemplo más claro.

Los topes son una política conocida: dan seguridad a quienes ya tienen un contrato, pero desincentivan la entrada de nueva vivienda al mercado de alquiler residencial. Si la rentabilidad resultante es inferior a la de activos sin riesgo ni gestión, como una cuenta corriente en Trade Republic, los propietarios abandonan el mercado.

A esto se añade la regulación del alquiler temporal, que quedará a precios muy bajos en comparación europea. Mis estudiantes de Esade saldrán ganando, pero los incentivos para ofrecer vivienda en alquiler disminuirán fuertemente. Lo mismo ocurre con el alquiler de habitaciones, que deja de tener sentido económico cuando el rendimiento es similar al de un piso entero, pero con mucha más gestión.

El resultado es una reducción clara de la oferta: salida de actores privados, desaparición del alquiler de habitaciones y desplazamiento de los profesionales hacia mercados más rentables. Los pequeños propietarios, a su vez, venderán o crearán un mercado negro.

¿Puede la administración compensar esta salida con vivienda pública? La experiencia internacional dice que no. Y menos aún en un país con una administración extremadamente burocratizada y con un historial donde la creación de vivienda pública solo existe en los titulares de prensa y en las promesas electorales.

La solución es conocida: hay que construir. Hacer vivienda, también social, pero vivienda de calidad. Los mercados bien regulados son extraordinariamente eficientes en la distribución. Por cada vivienda de alto nivel, se generan 0.6 piezas de vivienda asequible debido a la movilidad del mercado (quien va a una vivienda cara deja una vivienda vacía que pasa a ser ocupada por otro con menos poder adquisitivo y así sucesivamente). Los precios acaban ajustándose al poder adquisitivo real porque no hay una demanda infinita de expatriados o turistas capaz de distorsionar el mercado de manera absoluta.

Las políticas de abundancia son posibles. Ni en Japón ni en China hay hoy un problema estructural de vivienda, sin que el Estado destine grandes recursos: simplemente con una regulación adecuada y alineando incentivos privados e intereses sociales. En los Países Bajos (donde también hay una regulación con topes pero con un sistema de puntos que incentiva la calidad) y en muchos otros lugares se apuesta por construir nuevas ciudades porque la población ha crecido.

Obviamente la innovación es parte de la solución, junto con el mercado residencial tradicional, co-living y flex-living proporcionan soluciones más adaptadas a este siglo y a las necesidades de movilidad que nuestras sociedades tienen planteadas. También las nuevas formas de construcción como timber y el uso de robotaxis y bus autoconducido para solucionar la movilidad interurbana, algo imprescindible cuando finalmente se decide por lo obvio: hacer nuevas ciudades. 

Todavía hay un último elemento que, sin formar parte estrictamente de la política económica, es central en la política social: ¿qué tipo de clase media queremos?

¿Queremos una clase media arraigada al territorio, con propiedades, despachos profesionales, tiendas y negocios locales, como ha sido históricamente la clase media europea? ¿O, por el contrario, una clase media desligada del territorio, con el ahorro invertido en acciones de Nvidia o en criptomonedas, como sugieren algunos tertulianos, sin vínculos materiales ni responsabilidades locales?

Las clases medias no son solo una categoría económica. Son, sobre todo, una institución social. Definen la estabilidad de los países, la calidad de la democracia y la continuidad cultural. Una clase media con activos reales, con horizonte de largo plazo y con arraigo territorial tiende a invertir en comunidad, educación e instituciones. Una clase media puramente financiera es, por definición, móvil, volátil y menos comprometida con el espacio público.

Esta no es una discusión abstracta. Las políticas públicas —fiscales, de vivienda, de regulación y de inversión— configuran activamente qué tipo de clase media se construye. Y, con ella, qué país seremos.

Las políticas que maximizan la oferta —como en el caso de la industria automovilística china— generan una competencia feroz entre empresas, con márgenes bajos pero una gran oferta y precios reducidos para los ciudadanos. Las empresas lo tienen más difícil, pero son más competitivas, y la sociedad, y especialmente los ciudadanos, salen ganando.

Estas son las políticas realmente progresistas: las que lo son por sus resultados, porque mejoran la vida de la gente.

El problema de muchos gobiernos europeos es que sus políticas no resuelven los problemas reales de los ciudadanos. Están guiadas por la ideología y la hostilidad, no por lo que sabemos sobre cómo diseñar mercados y políticas públicas que funcionen.