Una sentencia de finales de julio del Tribunal Supremo va a marcar un antes y un después para muchas empresas familiares en España. Se trata de la sentencia 956/2025, relativa a la reducción del 95 % en el Impuesto de Sucesiones y Donaciones para empresas dedicadas al arrendamiento de inmuebles. ¿El contenido? Muy claro: la Administración no puede aplicar la norma con discrecionalidad si ésta ya establece condiciones objetivas.

En este caso, la ley exigía algo tan específico como tener contratado a un trabajador a jornada completa con contrato laboral para que los arrendamientos de inmuebles tuviesen la naturaleza de actividad económica y no de rendimiento patrimonial. El Supremo lo ha dicho sin ambages: si se cumple con lo que establece la norma, no puede la Administración denegar beneficios fiscales con argumentos interpretativos subjetivos. Y advierte: cuando eso ocurre, se vulnera la seguridad jurídica.

No es una cuestión menor. El concepto de seguridad jurídica debería ser sagrado en cualquier economía avanzada. No hablamos solo de este caso concreto (que afecta a miles de empresas familiares y patrimonios gestionados legalmente), sino de un patrón de comportamiento institucional que viene repitiéndose desde hace años en España.

En nuestro país, la inseguridad jurídica tiene dos vertientes.

La primera es la discrecionalidad en la interpretación de normas claras. Cuando una ley establece requisitos objetivamente medibles, no corresponde a una administración pública (sea estatal, autonómica o local) decidir, según sus criterios, si lo aplicable lo es o no “de verdad”. La ley no es una sugerencia. Y cuando se interpreta según convenga, deja de ser ley para convertirse en poder arbitrario.

Esto está volviéndose demasiado habitual en España y se ha convertido en una herramienta para el control de la ciudadanía, a través del miedo a la multa o la sanción.

La segunda vertiente, más profunda, es la inestabilidad normativa crónica. En demasiadas ocasiones, las reglas del juego cambian sin previo aviso, y sobre sectores que requieren decisiones a muy largo plazo. El caso más flagrante lo vivimos hace años con el recorte abrupto a los incentivos a las energías renovables. El Estado primero incentivó con fuerza estas inversiones y, cuando muchas ya estaban en marcha, eliminó los beneficios de un día para otro.

Aquel movimiento ahuyentó a fondos soberanos de Oriente Medio que habían apostado por España en base a aquellas garantías. Y muchos de ellos, literalmente, se marcharon con la promesa de no volver. ¿Por qué? ¿revancha? ¿Venganza? No. Por desconfianza.

Porque cuando un país no garantiza estabilidad normativa, se vuelve inviable para cualquier inversión que requiera visión a 20, 30 o 50 años. Y ese es exactamente el tipo de inversión que eran las renovables.

Esta misma lógica aplica en el ámbito laboral, donde el cambio continuo de normas (muchas veces redactadas con gran ambigüedad) afecta de forma directa a autónomos, pymes y pequeños empresarios. Hay reformas cuyos efectos tienen, facto, un impacto económico con carácter retroactivo, modificaciones en las modalidades de contratación, nuevas figuras como los “falsos autónomos”, criterios difusos sobre despidos procedentes o improcedentes…

Todo esto crea un entorno de incertidumbre que paraliza decisiones.

Un pequeño empresario que teme que el marco cambie dentro de tres meses, pospone sus decisiones. O directamente renuncia a invertir. En lugar de crecer, se protege. En lugar de generar empleo, busca que no se le tuerza lo que tiene. Este es el efecto silencioso pero devastador de la inseguridad jurídica: desactiva el tejido productivo desde la base.

Conviene recordar que la inseguridad jurídica no es una cuestión de partidos. No es patrimonio del Partido Popular, ni del Partido Socialista, ni de ningún otro grupo. Este artículo no se dirige a ningún partido en especial, no se trata de política.

Es un patrón estructural de nuestro sistema institucional: gobiernos que legislan en función de su ideología, sin continuidad de Estado, sin respeto a los compromisos anteriores. Eso ahuyenta el capital paciente. El industrial. El que genera empleo y prosperidad. Y no es posible una economía sólida sin confianza. Las empresas pueden adaptarse a una fiscalidad alta o baja. A una regulación más exigente o flexible. Pero lo que ninguna empresa (ni economía) puede soportar es no saber a qué atenerse.

Por eso, esta sentencia del Supremo es más que una buena noticia para uel tejido empresarial: es una advertencia general. Basta de discrecionalidad y, además, de desbordar a la justicia con el uso de esta, que lleva al ciudadano a lograr a través de la justicia lo que la propia administración le deniega interpretando las leyes a su conveniencia.

Esta sentencia debería hacernos reflexionar. Porque la ausencia de seguridad jurídica a través de un exceso de discrecionalidad no ha lugar en los países serios.