Quedan semanas de complejas negociaciones políticas con el fin de averiguar si finalmente un nuevo Gobierno verá la luz o si los Reyes de Oriente nos traerán carbón en forma de repetición electoral. Tiempo al tiempo. Mientras tanto, día tras día se va poniendo de manifiesto que la economía pierde impulso y que las consecuencias desfavorables del endurecimiento en las condiciones financieras y de la ralentización de los mercados exteriores se dejan notar en los presupuestos familiares y la actividad empresarial, sobre todo en la industria. La desaceleración está en marcha y progresivamente se hará sentir en el mercado laboral, que ya no vive la euforia de los trimestres inmediatamente posteriores a la pandemia. La transmisión de la política monetaria a la economía real finalmente está funcionando. Es muy significativo que el Banco de España haya ajustado casi medio punto a la baja la previsión de crecimiento económico para el 2024. Cuando busquemos los motivos, encontraremos sus expectativas poco favorables sobre la evolución de los precios de la energía, los mercados de exportación y los tipos de interés.

En este contexto, convendría reflexionar sobre cuáles deberían ser las prioridades económicas del nuevo ejecutivo que tarde o temprano acabe ocupando la Moncloa. Un primer elemento a tener en consideración es el papel activo de las administraciones públicas en la reactivación económica. Tanto con respecto a la creación de empleo público, como a las medidas de apoyo a las rentas familiares o al dinamismo inversor, la política fiscal ha servido para amortiguar la intensidad de los efectos recesivos de la pandemia y para acelerar la recuperación de la actividad económica. Pero poco recorrido le queda porque soplan vientos de cambio en las instancias europeas y el llamamiento a la disciplina fiscal resuena al horizonte, ya que la intensidad del aumento en el coste de la deuda pública dificulta su sostenibilidad en el tiempo, sobre todo cuando la actividad económica pierde fuerza. Pues habrá que cambiar de rumbo. Una buena muestra nos la ofrece el rendimiento de los bonos del Tesoro que, en el último año, han pasado del 2,3% al 4,1%. La cosa no mejora con la financiación a corto plazo, porque en el mismo periodo de tiempo el rendimiento de las letras del Tesoro a un año ha pasado del 1,9% al 3,9%. Y cada punto de encarecimiento al interés de la deuda representa un gasto suplementario de más de 15.000 millones de euros. Poca broma.

Dentro de la unión monetaria, España se sitúa como una de las economías con mayores niveles de deuda, por encima del 110% del PIB, circunstancia que la hace más vulnerable a los episodios de inestabilidad en los mercados financieros. Este riesgo se hace más evidente por los cambios observados en la distribución de los tenedores de deuda pública. En el último año, las familias y empresas han pasado de invertir conjuntamente 70 millones de euros a disponer de activos financieros en forma de deuda soberana superiores a los 25.000 millones de euros. La exposición del sector privado a los cambios en la valoración de la deuda es, pues, considerablemente más elevada. Corresponde al nuevo ejecutivo el diseño de un plan de ruta claro hacia la política presupuestaria y fiscal de los próximos años que tenga en la sostenibilidad de las finanzas públicas uno de sus ejes principales. En particular, conviene decidir y hacer público el calendario de retirada de las medidas de estímulo o de sostenibilidad de rentas, como también de intervención en los mercados de la energía o la vivienda, entre otros. Y habrá que hacerlo en un contexto que no será favorable.

Para mejorar las opciones de éxito es necesaria una administración mucho más diligente y eficaz. Habrá que gastar menos, pero mejor

La Comisión Europea hará que tengamos mucho más presente esta primera prioridad y la negociación sobre las reglas fiscales estará sobre la mesa. Pero hay un segundo aspecto, seguramente más relevante, que conviene tener muy presente. Se trata de las dificultades para mejorar los niveles de productividad. La actividad económica ha mostrado una capacidad de resiliencia y de creación de empleo admirables, pero las dificultades para crear puestos de trabajo generadores de más valor siguen siendo muy evidentes. Es esencial que el Gobierno, mediante la aplicación de los fondos Next Generation, acierte al impulsar un proceso estratégico de reindustrialización sustentado en la transición energética y la digitalización del tejido productivo. Sobre la mesa están los sospechosos habituales: la pobre calidad de los puestos de trabajo creados y las limitaciones del modelo productivo dominante. Pero al nuevo Gobierno hay que exigirle altura de miras, imaginación y valentía, porque el valor generado en cada hora de trabajo determina la capacidad para remunerar el trabajo y es la base que sostiene la compleja y estropeada arquitectura del Estado del Bienestar, con el sistema público de pensiones en primera línea de fuego.

Generalmente, se justifica la intervención de la política económica sobre la oferta productiva cuándo el mercado por sí solo hace una asignación insatisfactoria de los recursos productivos, bien por la presencia de externalidades, la falta de competencia efectiva, la existencia de muchas asimetrías de información o de una provisión insuficiente de bienes públicos. Pero si entendemos la economía desde una perspectiva evolucionista, la acción complementaria del Gobierno es necesaria cuando las instituciones que han de promover el cambio tecnológico no espabilan. Si la falta de talento, de espíritu de riesgo, de visión estratégica, de desarrollo e implementación de tecnologías emergentes, de voluntad de cooperación, de flexibilidad laboral o de inversión en capital humano, restringen el potencial de crecimiento de la productividad laboral en muchas empresas, hará falta proponer las acciones e incentivos oportunos para darle la vuelta a la tortilla. El tiempo de que la mejor política industrial es la que no existe ciertamente ya ha pasado. ¿Razón? Llamen a Washington. Pero para mejorar las opciones de éxito también será necesaria una administración mucho más diligente y eficaz. Habrá que gastar menos, pero mejor.