El estallido de la inflación al final de la pandemia, con aspectos diferenciales importantes entre zonas geográficas, tuvo como respuesta por parte de los bancos centrales uno de los periodos de aumentos de tipos de interés más intensos y generalizados de los que se tiene constancia histórica. Como consecuencia, la mayoría de los organismos económicos internacionales revisaron a la baja las previsiones de crecimiento y se fue ajustando gradualmente al alza la probabilidad de recesión en las principales economías occidentales. La extraordinaria resiliencia de los mercados de trabajo, tanto en Europa como en los Estados Unidos, la normalización de algunas de las condiciones de oferta que habían contribuido a tensionar los precios y el comportamiento relativamente moderado de los costes laborales parecían desmentir los peores augurios y las previsiones de crecimiento se fueron corrigiendo de nuevo, esta vez moderadamente al alza, alejando del foco posibles escenarios de recesión. A la vuelta de verano –con la economía alemana en recesión técnica, la resistencia a descender de la inflación subyacente a ambos lados del Atlántico, la persistente pérdida de fuelle de la economía china, el abrupto repunte del precio del petróleo y la expectativa de políticas fiscales más restrictivas en la zona del euro– el clima de opinión se ha vuelto a ensombrecer de nuevo. Aumenta la frecuencia con la que aparece la palabra “recesión” en los medios y son cada vez más los artículos de opinión que inciden en la dificultad para compatibilizar desinflación con crecimiento –que tendría un impacto especialmente negativo en las economías periféricas con mayores desajustes estructurales. ¿Hasta qué punto podemos considerar que este cambio de “sentimiento” anticipa un deslizamiento hacia la recesión o el estancamiento persistente en las principales economías occidentales –de la que, sin duda, no se escaparía la española– o simplemente refleja un mayor grado de incertidumbre en la fase final del ciclo alcista de tipos de interés?

Trataré de responder esta pregunta en dos etapas. Primero, tratando de identificar las tendencias de fondo a partir de los principales indicadores de actividad, precios y expectativas de los mercados. Y, en segundo lugar, intentando poner en perspectiva lo que realmente está en juego en la fase actual de la economía mundial y que, a mi entender, se resume en preguntarse hasta dónde llegarán los tipos de interés en su escalada alcista, cuánto tiempo se mantendrán en máximos, y hasta qué punto esos valores son compatibles con el retorno a un escenario de “normalidad”, sintetizado en un crecimiento medio en línea con el potencial y estabilidad de precios en el entorno del 2%. Actualmente, el consenso de la mayoría de los analistas no contempla escenarios de contracción de la actividad en ninguna de las grandes economías desarrolladas –excepto la alemana en 2023. En el caso de la economía americana, la tendencia más probable con la información disponible apuntaría a un enfriamiento del ritmo de actividad a lo largo de 2023, en comparación con 2022, que se extendería a 2024 –anotando en el próximo ejercicio un crecimiento del PIB inferior al 1%. Una trayectoria similar se espera para la zona del euro, con ritmos de crecimiento en el entorno del 1% en 2023 y algo superiores en 2024. Las previsiones para la economía española, en particular, apuntan a crecimientos por encima de la media de los principales países de la zona tanto en 2023 como en 2024 –compensando la mayor caída relativa experimentada durante la pandemia. En cuanto a la inflación, los valores medios esperados para el conjunto de 2023 en Estados Unidos (superiores al 4%) y en la zona del euro (por encima del 5%) se sitúan aún muy lejos de los objetivos marcados por los respectivos bancos centrales, y auguran nuevas subidas de tipos de interés en los próximos meses.

Las preguntas clave son: i) cuántas subidas adicionales nos esperan, ii) de qué magnitud, iii) durante cuánto tiempo persistirán los tipos en máximos y iv) hasta qué punto pueden conducir a la recesión o el estancamiento. Con relación a las tres primeras preguntas, actualmente los mercados creen que los tipos de intervención aún tienen i) un cierto margen al alza desde los niveles actuales, ii) quizá entre 25 y 50 puntos básicos, y iii) se mantendrán en niveles relativamente elevados hasta bien entrado 2024. A partir de estos niveles máximos, y en la medida que la inflación se vaya acercando efectivamente a los objetivos marcados, las expectativas de los mercados indican un descenso de los tipos de intervención hacia el 3,5% en el caso de la Fed y el 3% para el BCE. Los tipos esperados de la deuda pública a 10 años apuntan en la misma línea. En el caso de EE. UU. se situarían en el entorno del 3% en 2024, desde niveles algo superiores al 3,5% en 2022, que con una inflación del 2% implicaría un tipo real del 1% –que no puede considerarse restrictivo en comparación con la media histórica. En el caso de la economía alemana, en cambio, los tipos a largo repuntarían moderadamente al alza en 2023 y 2024 con relación a 2022, pero en términos reales –descontando una inflación del 2% a partir del 2024– se situarían por debajo del 1% –en línea con un crecimiento potencial inferior al de la economía americana. Finalmente, en el caso de la economía española, la deuda pública a 10 años implicaría una prima de riesgo relativamente estabilizada en unos 100 puntos respecto de la alemana, lo cual se traduce en unos tipos a largo reales más elevados, en línea con un crecimiento potencial también algo superior.

Todo este cúmulo de expectativas depende, en primer lugar, de que la inflación vaya convergiendo durante los próximos trimestres hacia el 2%. Lo cual solo será posible si se dan dos condiciones: a) que no se den más sorpresas significativas y persistentes al alza en los precios de la energía y de los alimentos, y b) que los trabajadores asuman la pérdida acumulada de poder adquisitivo durante un cierto período o, alternativamente, que las empresas absorban en sus márgenes incrementos salariales superiores a la productividad, o una combinación de ambos comportamientos. La probabilidad de que la segunda condición se cumpla es tanto más probable cuanto más elevada sea la tasa de paro –que reduce el poder de negociación de los trabajadores– y/o más bajo sea el grado de utilización de la capacidad productiva por parte de las empresas –lo cual disminuye su poder para fijar precios. El objetivo de la política monetaria es influir en las expectativas (y las aspiraciones) de trabajadores y empresas que inciden en la formación de salarios y precios, enfriando el ritmo de actividad tanto cuánto sea necesario para alinear las expectativas con los objetivos de inflación.  Suponiendo que el coste de los inputs no laborales y los márgenes de beneficio se mantuvieran estables, los precios aumentarían en línea con la diferencia entre los aumentos salariales (nominales) y la productividad del trabajo, mientras que los salarios reales crecerían igual que la productividad. Con un aumento de la productividad de, por ejemplo, un 0,5%, los salarios deberían crecer un 2,5% para ser compatibles con una inflación estabilizada en el 2% y recuperar una fracción del poder adquisitivo perdido. Si los salarios crecieran por encima del 3% (como es el caso actual de los salarios pactados en convenio en España) solo recuperarían poder adquisitivo –cumpliendo al mismo tiempo con el objetivo de inflación– si los márgenes se acomodan moderadamente a la baja. Ciertamente, no es tarea fácil para los bancos centrales –ni para la sociedad en su conjunto– transitar por el filo de la navaja que permite conciliar crecimiento con estabilidad de precios sin perder el equilibrio. Aunque la mayoría de los analistas, hoy por hoy, siguen descartando escenarios de recesión generalizada o estancamiento persistente, hay un margen de incertidumbre importante que puede afectar, justificadamente, el ánimo de consumidores y productores.