No deja de sorprender cómo la economía se mueve en la obviedad de cosas que hacen pensar que, más allá de la aspiración científica, la nuestra es una disciplina de sentido común. Para los que pertenecemos a la economía aplicada, la contorsión la valoramos al extremo cuando aterrizan en ella los economistas más teóricos, que, sobre la base de hipótesis, modelos y a veces métodos de contrastación, buscan acogerse en sus corolarios o en sus resultados a las cosas que todos sabemos que conforman la realidad. Que un teórico descubra que las empresas no compiten, sino que buscan la ganancia y que esta se protege poniendo barreras, o que las inversiones para la innovación se hacen para aumentar márgenes, que se quieren protegidos con patentes, y no para el bien común, es tanto como ignorar las aportaciones de los padres fundadores de la disciplina. Está claro que el empirismo y la intuición no son la alternativa absoluta al modelismo; particularmente, cuando los datos con los que trabajamos son los que son, cuando en el futuro de lo que pasará en la economía pesa tanto el animal spirit, y cuando con las opiniones económicas todos se atreven, obviando el registro reputacional de cada uno.

Dos ámbitos próximos de lo que comento. Con la inflación, sabíamos y hemos comprobado que quien puede sube precios y alimenta así a la propia inflación. Profecía autocumplida. Cuantos pueden hacerlo depende de su capacidad de controlar la demanda. Eso es evidente: si no, ¿cuántos pueden ahora justificar con el aumento del escandallo de costes, ponderado por sus componentes, un crecimiento de precios de hasta un 15%? Aprovechada la oportunidad de alzas indiscriminadas, lo que pase ahora con las rebajas fiscales es relativamente anecdótico para devolver los precios a niveles iniciales, y son difícilmente justificables en las compensaciones por los perjuicios derivados del alza indiscriminada de precios entre la población más frágil. ¡No en vano los precios suelen ser más rígidos para aquellas categorías de producto en que los consumidores son de renta alta o están producidos por trabajadores con formación superior!

Un segundo ámbito: con la innovación, el encarecimiento de los tratamientos sanitarios está en una carrera loca de nuevos medicamentos. A pesar de su elevada, a veces, alta efectividad, ¿tiene sentido que la industria aspire a precios que superan lo que el sentido común podría considerar razonable? Así, algunos de los aprobados recientemente superan los dos millones de euros por tratamiento. Ciertamente, la patente de la innovación protege el producto; el marketing gestiona la demanda... ¡y el mercado falla aquí estrepitosamente!

Contra el abuso de las posiciones dominantes (quien puede, quien cree que se merece precios tan elevados) por ciertos productos, no hay, a mi entender, otro antídoto que el de la regulación previa para amortiguar sus efectos, o que el propio consumidor, indignado, no acepte soportar posteriormente precios cada vez más prohibitivos. Fuera de estos extremos, la presión del día a día ejercida sobre el financiador público lo debilita en exceso: la de la industria ofertante y la del consumidor que no paga el precio. Cuando las demandas son elásticas y contienen elementos de preferencias, el mercado puede disciplinar aquellos comportamientos, variando (disminuyendo) su consumo. Muy diferente es la capacidad de soportar precios abusivos en bienes que son de primera necesidad. Es necesaria una regulación de los mercados mucho más activa. Atentos, sin embargo, que para eso el regulador tiene que asegurar primero que se trata de necesidades objetivables (¿el tratamiento presentado cura o no cura?, ¿el consumo es o no imprescindible?), respecto de aquellas otras preferencias presentadas en el mercado como necesidad por la vía de la seducción. Poner orden en este terreno se llama priorización pública según coste-efectividad, o saber, sencillamente, si lo que se quiere vale lo que cuesta. Muy seguro, en todo caso, que un tratamiento efectivo que no sea coste-efectivo, por su elevado coste, no se puede dejar a la libre disposición a pagar, sabiendo que esta depende de la renta de las familias. El problema aquí es el precio y no el valor. Eso limita la noción del precio basado en el valor: incluso lo más objetivable de la ganancia en salud no puede justificar un precio basado en un valor que ni el individuo ni la sociedad pueda encajarlo en sus presupuestos.

Un precio abusivo, no soportable, quiere decir que los consumidores, los contribuyentes, la opinión pública pueden acabar alineándose contra aquellas prácticas que se perciban como abusivas. En ausencia de una política regulatoria pública efectiva, el miedo de las consecuencias empresariales ante una potencial revuelta de usuarios, puede acabar emergiendo y pasar por encima de la supuesta responsabilidad social corporativa. Contra determinados abusos, en un mundo global en el cual el capital, los fondos de inversión, el accionariado, están cruzando sus intereses en holdings mercantiles de amplio alcance, la respuesta ciudadana tendría que ser suficiente para que, transparentándolos, dándolos a conocer, la sociedad se haga respetar ante los que buscan un beneficio sin fin expoliando sus rentas.