Se ha instalado una narrativa según la cual Europa es poco más que una colonia tecnológica de Estados Unidos, sometida a los designios de un puñado de tecno-oligarcas que —según esta visión— manejan los hilos del poder global. Un día el villano es Elon Musk; al siguiente, Sam Altman; y ahora el foco recae en figuras como Peter Thiel, Larry Ellison o Alex Karp, consejero delegado de Palantir.

En este relato, todos ellos son personajes casi caricaturescos: malos, muy malos, y siempre situados en la extrema derecha. Trump sería su marioneta y Estados Unidos estaría avanzando hacia un régimen fascista, si no lo fuese ya. Las masas, indignadas, se rebelarían contra un intento de convertir la realidad en una distopía digital al estilo de Orwell.

Esta visión les atribuye responsabilidad directa sobre conflictos internacionales —incluida Gaza— y convierte a empresas como Palantir en la nueva encarnación de la amenaza absoluta, recogiendo así el relevo que hace una década representaban Facebook o Google. El relato es ya casi un producto Marvel: villanos todopoderosos, conspiraciones globales y una mano negra que lo explica todo.

La situación tecnológica de Europa no es culpa de los tecno-oligarcas, ni de Trump, ni de China, ni de Putin, es culpa de sus políticos y sus políticas

Resulta llamativo que en esa narrativa China apenas exista. Allí no habría sistemas de vigilancia, ni modelos de IA, ni gigantes tecnológicos con ambiciones geopolíticas. En este cuento, China aparece como un actor secundario —o directamente como un santo.

Europa como víctima, Europa como excusa

¿Y Europa? En este guion aparece como la víctima impotente: lucha, protesta, multa, denuncia… pero se ve incapaz de resistir la fuerza arrolladora de quienes supuestamente controlan toda la tecnología del planeta. Es una visión simplista —casi de cómic— pero se repite con insistencia, incluso en medios de gran audiencia.

El problema no es solo que sea una narrativa falsa, o que ignore por completo cómo funcionan los mercados digitales dominados por dinámicas de winner-takes-all. El verdadero problema es que sirve de pantalla para no mirar de frente la realidad: la situación tecnológica de Europa no es culpa de los tecno-oligarcas, ni de Trump, ni de China, ni de Putin, es culpa de Europa, sus políticos y sus políticas.

La responsabilidad es de Europa

Encender el ventilador para dispersar culpas es un deporte nacional en varios países, y España no es una excepción. Pero estas prácticas son corrosivas. Cuando la política se presenta como una lucha contra mafias externas y la innovación como una amenaza existencial, los ciudadanos acaban creyendo que las empresas estadounidenses son el enemigo y que la IA generativa solo busca controlarlo todo.

Europa no puede permitirse ese lujo. No puede construir su política industrial ni su estrategia en innovación desde el insulto permanente, la desconfianza o la lógica del activismo. Los gobiernos están para transformar la realidad, no para producir titulares.

De la queja a la acción

Europa necesita abandonar el victimismo y ponerse a trabajar. Como hizo China hace dos décadas, debe diseñar marcos que favorezcan la innovación, desarrollar ecosistemas potentes, atraer talento y construir capacidades propias. Eso no se consigue con narrativas conspirativas ni con indignación performativa, sino con ciencia, colaboración e inversión sostenida.

Pero para avanzar hace falta asumir responsabilidades. Eso implica revisar políticas, priorizar ingenieros y economistas frente a la hipertrofia jurídica —tenemos muchas leyes y pocos resultados— y, sobre todo, colaborar con quienes criticamos a todas horas.

Europa no puede seguir buscando manos negras para explicar sus carencias. Necesita construir su propio futuro

Un ejemplo reciente: la OTAN licitó una infraestructura cloud estratégica. ¿Quién ganó? Google. Entre los candidatos también aparecían OpenAI y los sospechosos habituales, todos americanos. ¿Podía presentarse algún proveedor europeo? No. Porque no existe ninguno con la escala y las capacidades necesarias. Aunque Europa destinara miles de millones, no construiría en una década una infraestructura comparable. Por tanto, la cooperación no es opcional: es imprescindible. Y el insulto permanente difícilmente ayuda.

Europa no puede seguir buscando manos negras para explicar sus carencias. Necesita construir su propio futuro con trabajo, innovación y visión estratégica.

Porque, nos guste o no, nuestro futuro lo tenemos que construir nosotros.