La segunda parte (esto va por entregas, como las series de Netflix) de la reforma del sistema de pensiones español ha dejado bien clarito que los profesionales de rentas medias y altas van a pagar parte del agujero que la jubilación del baby boom de los 60 va a producir en las arcas de la Seguridad Social.

Los aumentos de cotizaciones, que no son baladí, y que van a ir aumentando, año a año, apretando las tuercas tal y como los verdugos hacían con las argollas de los prisioneros de las mazmorras medievales, nos avisan de que debemos empezar a planificar muy seriamente cómo los profesionales de entre cuarenta y sesenta años de edad gestionamos nuestras carreras profesionales, cómo organizamos nuestros ingresos y cómo planificamos nuestra jubilación.

Vamos en este artículo con el primero de los asuntos: la gestión de la carrera profesional.

Las carreras profesionales actuales son cada vez más largas. Los estudios universitarios se han acortado (muchos grados son de cuatro años) y la edad de jubilación no solo ha aumentado (ya está aprobado que aumente gradualmente hasta los 67 años) sino que, tiempo al tiempo, de aquí a un tiempo volverán a incrementarla. Que a nadie extrañe que, si la cosa se pone fea en cuanto a sostenibilidad del sistema de pensiones, acabemos con otra reforma que sitúe la edad legal en 68 o 69 años. Lo de llegar a los 70 será más difícil porque en el mundo perceptual de los números el cambio de dígito (de 6 a 7) produce reacciones que, de otro modo, pueden contenerse. Es como lo del precio que pasa de 1,99 euros a 2,00 euros. Pues lo mismo, pero con la edad de jubilación (una edad de jubilación de 69 años resulta más aceptable que 70 años, que produce urticaria). 

La segunda distinción es que no tiene nada que ver la revolución tecnológica de nuestra generación con la de nuestros padres. Nuestros padres nacieron y murieron con la máquina de escribir. Y a quien pilló ordenadores, como no estaban aún conectados en red, pues pudieron, más o menos, permanecer al día sin cursillo de informática.

En la actualidad, no es una cuestión ya informática, sino de digitalización móvil, inteligencia artificial y automatización de cualquier tipo de proceso. Los baby boomers hemos vivido el paso de pagar en efectivo casi todo a hacerlo con la retina en un teléfono. 

Más allá del mantra de que todo cambia muy deprisa, lo que quiero poner de manifiesto es que la transformación de un profesional está sujeta a una transformación cuya singularidad no es la velocidad (que también), sino la naturaleza del cambio. No me refiero a ponerse al día o aprender tecnología o de digitalizarse, sino de la evolución de competencias, habilidades, funciones y cometidos de nuestras profesiones.

¿Cómo puede gestionarse una carrera profesional en este contexto?

La respuesta no es sencilla, pero desde mi punto de vista pienso que la solución está en la movilidad profesional. Hay personas que afirman tener veinte años de experiencia, pero a veces, cuando te cuentan lo que han hecho esos veinte años, te das cuenta de que lo que tienen es un año de experiencia repetido veinte veces.

La movilidad profesional consiste en moverse de puesto de trabajo, moverse de sector, moverse de organización, moverse de tipo de relación laboral o moverse de país. Una de ellas o una combinación de todas ellas.

Sí, lo sé. Da pereza. Mucha. Porque el ser humano tiende a la comodidad. El esfuerzo es hijo de la voluntad y ésta merma con los años porque el cansancio laboral no es únicamente semanal, sino también biológico. Crece de año en año. Pero no queda otra. Las típicas frases "esto ya me pilla mayor"; "a mí me queda poco"; "empiezo a sentirme cansado" no han lugar en profesionales que han superado los cincuenta años porque fácilmente tendrán que trabajar todavía entre 17 y 25 años, dependiendo de la profesión, sus ahorros y la necesidad que tengan de acogerse a los incentivos de prolongación de edad laboral, aunque sea mediante fórmulas de jubilación parcial.

La movilidad laboral es un deporte de riesgo. Estamos seguros en la empresa de siempre con las responsabilidades de siempre y las condiciones de siempre. Pero ese siempre tiene los días contados.

A los baby boomers nos ha tocado ser testigos de una de las mayores transformaciones tecnológicas de la historia de la civilización. Ha sido y está siendo un privilegio vivirlo. Pero conlleva un coste. El sacrificio de incorporarlo a nuestras profesiones en la era del aumento de la esperanza de vida y reducción demográfica.

Mi madre, que en paz descanse, solía decirme: “Fernando, todo en la vida pasa factura”.

Nuestra factura es la de gestionar carreras increíblemente largas en un contexto revolucionario. Y la forma de pagar esta factura se llama: movilidad laboral.