Hace pocas semanas que finalizó la temporada de juntas de accionistas de las principales corporaciones de Estados Unidos, con una característica común en la mayoría de ellas, como es el rechazo generalizado a cualquier propuesta que suponga adoptar compromisos en cuestiones medioambientales o sociales. Analistas de Wall Street señalan que se han reducido en cerca de un 50% las propuestas en este sentido y que la mayoría de las que han conseguido ser debatidas han sido rechazadas de plano, lo que confirma el amplio despliegue que ha logrado el movimiento anti ESG en el mundo financiero y político norteamericano. Como se sabe, en ese país ya hay 15 estados que han aprobado una legislación específica que prohíbe a sus agencias locales que planifiquen sus inversiones según criterios ESG (Environmental, Social, Governance), con el gobernador de Florida Ron DeSantis a la cabeza del movimiento. Un movimiento que dice a las claras que el objetivo de las empresas no es salvar el planeta ni impulsar los derechos humanos, sino ganar dinero; que la regulación debe ser la mínima imprescindible, y que cualquier criterio de inversión o plan de negocio que no siga esta senda se puede considerar como una especie de malversación del dinero de los accionistas o de traición a sus intereses y, por lo tanto, perseguible en los tribunales. Un movimiento sobre el que existe ya amplia literatura en los medios de comunicación, y que ha adquirido una notable agresividad que está calando en parte de mundo financiero. Un reciente informe del grupo Hongkong Shanghai Banking Corporation (HSBC) señala que un buen número de gestores de fondos de inversión, en Estados Unidos y en otros mercados, se han infectado de este virus anti ESG y están reconsiderando sus criterios de inversión, que ya no son tan firmemente comprometidos con la sostenibilidad como presumían hasta ahora. Una tendencia que confirman otros datos, como los recogidos en la encuesta que Fidelity International ha realizado entre sus analistas, que muestra que los compromisos ambientales y sociales de las empresas son en realidad en estos momentos más teóricos que reales; o los que señala la encuesta que en España ha realizado KPMG entre los directores financieros de las principales empresas, para los que esos compromisos o preocupaciones ocupan el puesto nueve en una lista de diez. Un rastreo de las opiniones y comentarios sobre este asunto revela que el interés por las cuestiones ambientales y sociales en la gestión financiera es preocupación casi exclusiva de reguladores y gestores y que los inversores, en realidad, están poco interesados o preocupados por el tema.

Vamos hacia una drástica polarización en el mundo político y económico, con dos bandos cada vez más intransigentemente opuestos. Por un lado, los ya señalados partidarios de las empresas dedicadas a ganar dinero y nada más que a ganar dinero, para los que cualquier imposición de cualquier otro tipo es simplemente una cuestión ideológica ajena a los intereses de los inversores. Un bando centrado esencialmente en Estados Unidos. Por otro, los que estiman que, muy en particular, los graves problemas ambientales y sociales a los que deben hacer frente los gobiernos no pueden solucionarse de verdad sin la implicación directa de las empresas. Un bando centrado casi exclusivamente en Europa. La Unión Europea, como se sabe, está ultimando la conocida como Directiva de Diligencia Debida de Sostenibilidad Corporativa (CSDDD) que va a endurecer considerablemente las exigencias ambientales y sociales que deben cumplir las empresas que operen en territorio comunitario, sea cual sea su sede corporativa.

Estamos ante la enésima batalla de la larguísima guerra por reinventar o redefinir la economía de mercado, el capitalismo, que enfrenta a los que creen firmemente que el mercado se regula él solito y los que aseguran que eso es imposible y que, no solo hay que regular los mecanismos de funcionamiento de los mercados para evitar distorsiones, sino que es necesario actuar de forma directa para que el flujo del dinero vaya en la dirección adecuada, que no es otra que la de circular en paralelo a las estrategias estatales. Este último matiz supone, en mi opinión, una vuelta de tuerca singular y diferenciadora que introduce un factor de enorme carga ideológica que hace que las posturas de ambos bandos sean prácticamente irreconciliables y que su destino sea el de una colisión más o menos explosiva.

La secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, ya ha avisado de que la aplicación de la directiva CSDDD va a generar todo tipo de conflictos al ser inasumible el principio de extraterritorialidad que impone. Me parece que pocas empresas norteamericanas va a asumir ante sus accionistas de Oklahoma, por ejemplo, que deben poner en marcha estrategias de transición energética alineadas con los Acuerdos de París porque al otro lado del Atlántico las autoridades de Bruselas así lo han decidido si quieren operar en el mercado comunitario. Las cuestiones de soberanía financiera y de soberanía judicial se van a poner al rojo vivo.

Habrá colisión, pero no importa. Tiene razón la comisaria de Mercados y Servicios Financieros de la UE, Mairead McGuinness, cuando asegura que la CSDDD va a suponer una revolución en el mundo político y financiero y que lo que está haciendo la UE es extraordinario. “Los beneficios empresariales son importantes, no hay duda, pero ahora decimos que no es lo único que importa” aseguró hace poco ante Bloomberg TV. Los retos a los que se enfrentan los gobiernos en cuestiones ambientales y sociales han adquirido una complejidad tal que es imprescindible plantear un marco regulatorio que implique a las empresas para superarlos. Me parece que esperar que las corporaciones asuman por su cuenta que la última línea de su cuenta de pérdidas y ganancias no es lo único que importa, que hay otras cuestiones igualmente esenciales, y que ha llegado la hora de hacer negocios dentro de un marco regulatorio nuevo y flexible ante los cambios globales es ilusorio. También lo es esperar que se genere de forma espontánea una conciencia colectiva entre los inversores, incluso entre los meros usuarios, del impacto ambiental y social que tienen sus decisiones. No hay más salida que regular. Por decirlo mal y pronto, hay que dejar bien claro cómo se fabrica una lata de cerveza con el mínimo impacto ambiental y en las adecuadas condiciones sociolaborales; por mucho que moleste a los norteamericanos.

Habrá que regular, pero me parece que ha llegado la hora de hacerlo de otra forma. Bruselas va a tener que cambiar mucho sus métodos. Para implantar la CSDDD va a ser imprescindible implicar de lleno a las empresas. Y ahí la comisaria McGuinness va a tener que aplicarse el cuento de lo revolucionario. En Bruselas están demasiado acostumbrados al modelo lobby para relacionarse con las empresas; algo que, en este nuevo escenario de cambios radicales y a mucho futuro, es inoperante. Se necesita otro modelo de relación que establezca un marco de cooperación entre empresas y autoridades comunitarias que elimine recelos mutuos y permita implementar una regulación creíble, aplicable y, por lo tanto, eficiente. Imponer no va a ser posible y Bruselas no va a tener otra opción que escuchar muy a fondo el posicionamiento empresarial.

Hay mucho recelo y desconfianza entre ambas partes, pero no todo está perdido. Hace un par de meses la Harvard Deusto Business Review, oficiosa biblia de la libre empresa, publicó un monográfico titulado "¿Qué hace tu empresa por el planeta?", en el que planteaba una serie de ideas y conceptos para conciliar la rentabilidad con la sostenibilidad. Esperanzador, ¿no?