Imagina que tu país tiene acceso a las mejores herramientas del mundo para construir autos, pero nadie sabe manejar, arreglar o diseñar un motor. Por más máquinas que tengas, nada se va a mover. Eso pasa hoy con los chips, esos componentes diminutos que funcionan como el cerebro de los celulares, computadoras, televisores, autos modernos, tarjetas bancarias, aviones, satélites y hasta los semáforos. Están en todos lados. Pero el mundo se queda sin personas que sepan hacerlos.

La producción de chips —o semiconductores, como se llaman técnicamente— depende, sobre todo, de contar con miles de personas muy bien preparadas, con conocimientos técnicos avanzados y capacidad para resolver problemas en tiempo real. Y esa gente escasea cada vez más.

El problema no es nuevo, pero ahora es urgente

Desde hace años se forma una tormenta perfecta: la demanda de chips creció a niveles históricos gracias a la inteligencia artificial, el internet de las cosas (IoT) y los autos eléctricos. Al mismo tiempo, el número de ingenieros que trabajan en esta industria no crece al mismo ritmo. Muchos prefieren irse a empresas de software o tecnología digital, donde las condiciones laborales son más flexibles y los salarios igualmente atractivos.

Además, formar a un ingeniero que pueda desempeñarse en esta industria no se logra en dos o tres años. Es un proceso largo: primero termina el secundario, después estudia una carrera universitaria que puede durar entre cinco y seis años, y en muchos casos hace un posgrado o doctorado. En total, estamos hablando de mínimo ocho años. O sea que cualquier solución que se piense hoy, recién dará frutos en la próxima década.

La competencia mundial por talento se volvió feroz

Las empresas más grandes del sector hacen lo imposible para atraer ingenieros. Algunas ofrecen salarios altísimos. Otras dan becas, vivienda y beneficios familiares. Otras van a universidades y hacen sorteos para los que se acerquen con su currículum. En algunos casos, incluso se descubrió que empresas extranjeras entraron en otros países haciéndose pasar por compañías internacionales para poder contratar a escondidas a sus ingenieros mejor capacitados. Eso ocurrió, por ejemplo, en Taiwán, donde empresas chinas buscaron captar empleados locales disfrazándose con otros nombres.

Esto demuestra lo valioso que se volvió el conocimiento técnico. No se trata solo de tener una patente o una máquina, sino de tener a la persona que sabe cómo hacerla funcionar. Es como en una cocina de alta gastronomía: puedes tener los mejores ingredientes, pero si no hay un chef que sepa qué hacer con ellos, nadie va a comer bien.

¿Qué hacen las empresas más avanzadas para enfrentar este problema?

Algunas compañías invierten en formación directa. Por ejemplo, TSMC —la empresa taiwanesa más importante del mundo en este rubro— organiza eventos para atraer mujeres, estudiantes de escuelas técnicas, y hasta personas que no vienen de carreras científicas tradicionales. Hacen videos mostrando a sus propias ingenieras, cuentan sus historias, y explican que hay lugar para todos, si tienen ganas de aprender.

Otras empresas, como ASML o Tokyo Electron, contratan gente en Corea del Sur, Japón, Estados Unidos, Alemania y Taiwán al mismo tiempo. Y no se trata de unas pocas personas: estamos hablando de planes para contratar 8.000, 10.000, 15.000 empleados nuevos en pocos años. También forman alianzas con universidades. Dan becas, prácticas profesionales, y hasta ofrecen contratos antes de que los estudiantes terminen la carrera. Es una forma de asegurarse talento antes de que se lo lleve otra empresa.

¿Por qué no alcanza con usar inteligencia artificial para reemplazar personas?

Una de las preguntas que muchos se hacen es: ¿no se puede usar IA para resolver esto? Y la respuesta es: en parte sí, pero con límites claros. La inteligencia artificial puede ayudar mucho en ciertas tareas, como el diseño de chips o la detección de errores. Por ejemplo, un software con IA puede probar miles de combinaciones de diseño en poco tiempo y elegir la mejor. También puede avisar cuando una máquina está a punto de fallar, lo que permite evitar pérdidas millonarias.

Pero hay tareas que siguen dependiendo de la experiencia humana. En las fábricas donde se hacen los chips, conocidas como foundries, si algo falla en la línea de producción, hay que tomar decisiones en segundos. Un pequeño error puede arruinar una oblea de silicio de $20.000 dólares, o incluso una tanda entera que vale medio millón. Esas decisiones, por ahora, no las puede tomar una máquina sola. Se necesita alguien que conozca profundamente el proceso, que sepa leer señales sutiles y que pueda actuar sin dudar. Además, los nuevos ingenieros aprenden en gran medida de sus compañeros con más experiencia. Hay un sistema de mentoría dentro de las fábricas, donde se transmite el conocimiento con ejemplos, con práctica directa. Eso tampoco se puede digitalizar completamente.

¿Qué habilidades necesita una persona para trabajar en esta industria?

Más allá del conocimiento técnico, se necesitan personas organizadas, atentas, con pensamiento lógico, capacidad de análisis y muchas ganas de aprender. Por ejemplo, en TSMC, los ingenieros usan Excel avanzado, saben algo de programación y trabajan con grandes volúmenes de datos para controlar que los procesos sean consistentes.

Pero además, deben trabajar en equipo, comunicar bien lo que hacen, y adaptarse a horarios exigentes, con turnos rotativos y mucha presión. La industria no para nunca, y eso requiere compromiso. Como decía un ingeniero con experiencia: en esta carrera, el equilibrio entre vida personal y trabajo no te lo dan, te lo ganas con organización y esfuerzo. Quienes quieren especializarse aún más pueden hacer un doctorado. Eso les permite dedicarse a la investigación, buscar nuevas formas de producir chips o mejorar las existentes. En empresas como TSMC, los equipos de investigación se dividen en dos grandes grupos:

   •   El equipo que diseña nuevas tecnologías (llamado ATMD), que se dedica a inventar y probar ideas nuevas, combinando teoría y creatividad.

   •   El equipo que las lleva a la práctica (llamado RDPC), que prueba esas ideas en una línea piloto, ajusta parámetros, corrige errores y las transforma en procesos reales de producción.

Estos dos equipos trabajan juntos, como un laboratorio que diseña vacunas y un hospital que prueba si realmente funcionan.

¿Qué puede hacer un país latinoamericano ante este panorama?

Primero, entender que este problema es una oportunidad. Si el mundo necesita ingenieros, un país que forme ingenieros tiene futuro. Aunque no se construyan fábricas gigantes, sí se puede participar desde otras partes de la cadena: diseño, pruebas, mantenimiento, investigación, servicios técnicos. Segundo, apostar a la educación técnica desde el secundario. Las escuelas industriales pueden ser semilleros de talento si se las apoya bien. Y también incluir a mujeres, a jóvenes de zonas rurales, a personas mayores que quieran reciclarse.

Tercero, crear políticas de largo plazo. Porque formar ingenieros no es como comprar computadoras. Lleva años, requiere inversión constante y trabajo conjunto entre el Estado, las universidades y las empresas. En definitiva, el futuro tecnológico no se construye solo con máquinas, sino con personas. Y cada país que entienda eso a tiempo, puede ocupar un lugar clave en el mundo que viene.

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