En meses recientes, miles de millones de dólares fluyen hacia construcciones que la mayoría de la gente jamás verá, ni entenderá. Son estructuras gigantes, ubicadas en medio del desierto de Texas o entre campos vacíos en Dakota del Norte, que consumen cantidades absurdas de electricidad y están llenas de máquinas que nadie sabría cómo usar.

Son los nuevos centros de datos o data centers en inglés, donde se alojan los llamados modelos de inteligencia artificial, es decir, sistemas informáticos que imitan el lenguaje, reconocen imágenes o crean textos. A simple vista, parece el futuro, pero detrás de esta avalancha de cemento, cables y entusiasmo, se esconde un peligro que casi nadie ve.

El entusiasmo nace de una idea simple: la inteligencia artificial (IA) transformará todo. Las empresas, los gobiernos y los inversores están convencidos de que estos sistemas se volverán tan necesarios como el correo electrónico o los teléfonos móviles.

Y como para entrenar y hacer funcionar esos algoritmos hace falta capacidad de cálculo, todos construyen la infraestructura antes de que falte. El problema es que esta carrera no se da en condiciones normales. Sucede en medio de una fiebre especulativa, sin certezas sobre la demanda real, sin garantías sobre la estabilidad tecnológica y sin suficiente claridad sobre quién va a pagar por todo esto.

Para que se entienda mejor: entrenar un modelo de IA, como los que permiten hablar con un asistente virtual o generar imágenes a partir de una frase, requiere usar procesadores especiales llamados GPUs (unidad de procesamiento gráfico, en inglés Graphics Processing Unit).

Empresas como Nvidia fabrican estos chips que consumen tanta electricidad y generan tanto calor que hace falta diseñar edificios enteros solo para mantenerlos en funcionamiento sin que se quemen. No es exageración, ya que un único edificio puede usar tanta energía como una ciudad pequeña.

Ahora bien, estas construcciones, que antes se elevaban en zonas urbanas con buena conexión a internet, ahora se levantan en lugares remotos solo porque ahí hay sol o viento para generar electricidad más barata. Esto ahorra costos, pero introduce otro problema: están tan aislados que si algo falla, como una línea de alta tensión o una ruta, no hay plan B.

No hay vecinos, no hay repuestos cerca ni redundancia. Es como construir un aeropuerto internacional en medio de la selva solamente porque el terreno es barato. Puede funcionar, hasta que deja de hacerlo.

Peor aún es la parte financiera. Tradicionalmente, inversores costeaban estos proyectos comprando acciones de empresas especializadas en construir y operar estos centros de datos. Eso implicaba transparencia, balances públicos y cierto control. Hoy, en cambio, la mayoría de estas capitalizaciones vienen de fondos privados, bancos o fondos soberanos; lo que es manejo estatal del dinero de un país.

Por lo tanto, estos operan con discreción y muchas veces con apalancamiento, es decir, usando deuda para financiar una parte importante del proyecto. En alemán, esto se denomina Fremdfinanzierung, y amplifica los riesgos: si el proyecto falla, no solo pierden los inversores, sino también los prestamistas, y puede haber efectos en cadena.

A esto se suma otro problema clave: los nuevos actores del sector. Ya no se trata solamente de gigantes como Amazon o Google, que tienen espalda financiera y contratos de largo plazo. Ahora aparecen decenas de nuevas empresas, muchas sin ingresos estables, prometiendo una revolución del mercado con nuevas ideas, pero que desaparecerán en cualquier momento si la demanda no crece como se espera.

Son laboratorios de IA o intermediarios que alquilan sus chips a otras empresas, muchas veces también frágiles. Y todos dependen de que el mercado de la IA crezca pronto. Si eso no pasa, el castillo se derrumba.

En este punto, conviene explicar qué se entiende por “entrenar” y “usar” un modelo. Entrenar, o trainieren, en alemán, significa cargarle al sistema millones de datos en textos, imágenes o sonidos, para que aprenda a reconocer patrones. Es un proceso caro, que puede costar cientos de millones de dólares y durar semanas. Usar el modelo, en cambio, es más barato: por ejemplo, hacerle una pregunta a un chatbot o pedirle que resuma un texto.

El problema es que, por ahora, lo que más se construye es capacidad de entrenamiento, pensando en el próximo modelo, no en operar los que ya existen. Es decir, se infla la parte más costosa y menos usada de todo el sistema.

Otra palabra que merece explicación es Veraltet, en alemán significa “obsoleto”. Los centros de datos que hoy se construyen con los chips más modernos quedarán desactualizados en pocos años si aparecen nuevas tecnologías demandando otros formatos, sistemas de refrigeración o simplemente otro diseño.

Y como los lugares donde se construyen son abundantes y baratos, cualquier empresa competidora puede levantar uno nuevo al lado, con tecnología más eficiente, dejando al anterior como un “activo varado”. En castellano simple: una inversión que no se puede recuperar.

Toda esta estructura se arma con una fe ciega en que el mercado se va a acomodar solo. Que si se construye de más, eventualmente se usará para otras cosas. Y que si se caen algunas empresas, las grandes absorberán la pérdida. Pero eso mismo se pensaba en los años noventa, cuando miles de kilómetros de cables de fibra óptica se enterraron creyendo que internet lo iba a necesitar todo.

Y cuando el crecimiento real no acompañó, llegó la crisis con empresas quebradas, bancos con agujeros enormes, trabajadores despedidos. Lo mismo puede pasar aquí, con una diferencia: ahora hay más actores, menos control público y más dinero involucrado.

El entusiasmo por la IA no es falso ya que hay avances reales. Pero una cosa es entusiasmarse, y otra es construir un sistema financiero entero en base a expectativas infladas. Lo que se ve en estos meses es una versión maquillada de una vieja historia: cuando todos creen que “esta vez es diferente”, el desenlace suele ser el mismo, un estallido por culpa de la codicia desinformada.

Las cosas como son