Imagina un archipiélago de islas montañosas que emerge en aguas frías frente a Siberia, se curva hacia el sur y termina casi rozando Taiwán. Allí, entre templos de madera centenaria y trenes bala que atraviesan valles a 300 kilómetros por hora, vive una sociedad que lleva décadas perfeccionando el arte de hacer mucho con poco. Japón inventó la manufactura “just-in-time”, llenó sus fábricas de brazos robóticos y convirtió las videoconsolas en un fenómeno global. Hoy ese instinto de eficiencia se traslada a un escenario invisible para el turista: las oficinas del Estado, donde el papeleo se cuenta por millones de páginas y los presupuestos por billones de yenes.
Cada ejercicio fiscal, el gobierno central japonés gestiona más de cinco mil proyectos y subsidios: carreteras en Kyūshū, diques en la costa del Pacífico, becas para cultivar algas en Okinawa o ayudas a pymes tecnológicas de Osaka. Para cada iniciativa existe una ficha obligatoria —conocida como “review sheet”— que describe la obra, detalla el dinero asignado, enumera los resultados esperados y marca un indicador numérico para medir el progreso. Sobre el papel, el sistema debería garantizar transparencia; en la práctica, los funcionarios suelen verse desbordados. Un solo ministerio puede manejar cientos de expedientes a la vez, y leerlos con lupa consume días enteros que no dejan margen para contrastar datos ni detectar incoherencias.
Fases de implementación
En 2025 la Secretaría del Gabinete, a través de su Oficina para la Reforma Administrativa, rompió ese cuello de botella. El plan oficializa que, a partir del año fiscal que comienza en abril de 2028, un sistema de inteligencia artificial (IA) lea, compare y sugiera mejoras en absolutamente todos los proyectos financiados por el Estado. La implantación se hará en dos fases. Primero, durante un año completo, los algoritmos se entrenarán con historiales reales: presupuestos, calendarios, métricas y resultados de proyectos finalizados. Ese trabajo de entrenamiento ya se externaliza a una consultora privada. Después, cuando el modelo alcance un nivel de confianza aceptable, generará recomendaciones automáticas que llegarán a los despachos de ministros y directores de agencia.
La lógica es sencilla: un programa informático no se cansa ni se distrae. Puede leer en segundos lo que un equipo humano tardaría semanas y señala patrones que escapan al ojo experto. Si detecta que la pavimentación de una carretera cuesta un 30% más que la media histórica, exige una justificación. Si encuentra dos iniciativas distintas comprando el mismo sensor de tráfico, sugiere unificar la compra y ahorrar dinero. Cuando un objetivo aparece descrito de manera ambigua —por ejemplo, “mejorar la competitividad regional”— el sistema propone reformularlo en términos verificables, como “reducir los tiempos de transporte de mercancías en un 15%”.
Las “review sheets” también se rediseñarán para que la información crítica aparezca en casillas que la máquina pueda interpretar sin ambigüedad: montos exactos, fechas, valores de referencia y unidad de medida. Con el formato viejo, buena parte del texto estaba en párrafos libres; ahora las cifras quedarán ancladas a campos estructurados. Eso significa que la IA no tendrá que “adivinar” si un número es dinero o porcentaje: lo sabrá de antemano. Además, cada nueva iniciativa podrá redactar su descripción inicial con la ayuda del modelo, que generará un resumen en la jerga administrativa correcta y propondrá indicadores alineados con experiencias pasadas.
Japón lo tiene todo digitalizado
Este salto no surge de la nada. Desde hace más de una década, Japón digitaliza sus trámites: implantó la tarjeta de identificación con chip “My Number”, unificó bases de datos tributarias y, en 2021, creó la Agencia Digital para coordinar sistemas de todo el gobierno. Faltaba un motor analítico que transformara esos millones de registros en consejos tácticos. El abaratamiento de los grandes modelos de lenguaje y la experiencia local en robótica hacen posible que ese motor llegue ahora con fecha y presupuesto.
El impacto humano será notable, pero no en forma de despidos masivos. El trabajo monótono de leer informes y sumar columnas lo asumirá la máquina; el personal se concentrará en revisar datos de entrada, interpretar alertas, negociar cambios con contratistas y explicar a la ciudadanía por qué un proyecto se ajusta o se cancela. Al automatizar la lectura, también se anticipa la detección temprana de irregularidades: sobrecostes, cronogramas incumplidos o indicadores maquillados. Una IA no acepta regalos ni invita a cenar; y cada decisión que tome dejará un rastro electrónico que los auditores podrán seguir sin esfuerzo. Para entender cómo se verá en la práctica, pensemos en la reconstrucción de un muelle pesquero en la prefectura de Miyagi, una zona golpeada por el tsunami de 2011. Antes, los ingenieros locales definían longitud, dragado, rompeolas y enviaban un formulario al Ministerio de Territorio. Ahora, tras introducir esos datos básicos, recibirán en segundos una lista de puertos comparables, rangos de precio por metro lineal, un calendario de mantenimiento y un cálculo del impacto económico esperado en la flota. Si el presupuesto propuesto se desvía demasiado de la estadística histórica, el sistema obligará a justificar cada yen antes de liberar fondos.
Más allá de la obra pública, el objetivo es que la IA intervenga desde la gestación de las políticas. Cuando un área de gobierno plantee, por ejemplo, un plan nacional de energías renovables, el modelo podrá prever el crecimiento de demanda eléctrica, estimar la repercusión en distintas regiones y sugerir indicadores de éxito que sean mensurables. Quienes diseñan la reforma imaginan simulaciones a gran escala que contemplen huella de carbono, retorno de inversión y efectos demográficos, todo antes de destinar el primer yen. Otros países observan con atención. La Unión Europea discute su propia regulación de sistemas inteligentes; Estados Unidos experimenta con asistentes de lenguaje para redactar normativas; Singapur lleva años usando algoritmos para asignar viviendas públicas. Pero ningún miembro del G7 anunció hasta ahora un plan tan amplio —todos los proyectos federales sin excepción— y con una meta tan cercana. Si la experiencia japonesa demuestra que cada yen rinde más y que los escándalos se vuelven raros, es probable que otras administraciones intenten replicar la fórmula.
El experimento, en última instancia, enfrenta dos fuerzas: la tradición de sellos de goma y montañas de archivadores contra líneas de código que operan en tiempo real. Japón, cuya cultura combina ritual antiguo y futurismo tecnológico, decidió que el futuro llegue primero a sus finanzas públicas. Si dentro de unos años la IA se convierte en aliada indispensable de cada decisión presupuestaria, muchos recordarán 2025 como el momento en que la burocracia se transformó en un flujo continuo de datos y algoritmos. Porque una máquina no se puede sobornar, no olvida y no descansa; pero, sobre todo, porque su utilidad depende de la transparencia y la disciplina con que los humanos la alimenten. Y Japón parece dispuesto a alimentar a su nueva asistente con cada hoja, cada cifra y cada experiencia de las últimas décadas, confiado en que el esfuerzo regresará multiplicado en servicios más eficientes para sus ciudadanos. Las cosas como son