Este martes en el Quioscos & Pantallas se decía que La Vanguardia se había hecho un lío o no tenía bastante información al afirmar que "las negociaciones sobre la sedición eran un fastidio, un obstáculo, un estorbo en el delicado tira y afloja para renovar el Consejo General del Poder Judicial" (CGPJ) entre el Gobierno y el PP. Pues bien, La Vanguardia tenía razón y resulta que el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, este jueves, ha suspendido las conversaciones sobre el Poder Judicial —casi se había llegado a un acuerdo— hasta que Pedro Sánchez no renuncie a rebajar las penas por sedición. Muy bien La Vanguardia, que anticipó el martes aquello que otros explican cuatro días más tarde. Inclinamos nuestras cabezas.

El País también tiene que comerse con patatas la portada del martes, presidida por un título que daba por hecha la reforma de la sedición y con un, digamos subtexto, en el que pedía valentía al Gobierno para sacarla adelante. Este viernes, el título suena a rabieta, porque pone Feijóo en el tendedero y lo deja como un político miedoso y asustadizo, que es lo mismo que le ha dicho Pedro Sánchez: "A Feijóo le han temblado las piernas". El vencedor mediático de esta reyerta es El Mundo, que el jueves tituló la portada con un mensaje mafioso de aviso al mismo Feijóo: "El PP teme la reacción de 'la derecha política, judicial y mediática'". Les ha salido bien. Como comenta un periodista de La Vanguardia, "en la Villa i Corte, amenazar desde una portada al líder de la oposición y aspirante con presidir el país [se refiere a España], funciona. Para que tengamos claro el mapa del tipo de país que somos".

La desgracia de todo es como los diarios que se editan en Madrid juegan a hacer política por otros medios que la democracia no tiene en su repertorio —las elecciones o la separación de poderes, por mencionar un par. El mismo esfuerzo que ponen en decir a los políticos el cual tienen que hacer y a la gente qué tiene que pensar, lo podrían dedicar a informar y lo bastante. Pero no va así y han contribuit a romper los platos que el Gobierno mantenía girando por separado: los Presupuestos Generales del Estado, la renovación del CGPJ y la reforma de la sedición. En este último asunto, la Moncloa había convencido a Esquerra Republicana, partidaria en principio de eliminar el delito, de conformarse con una reducción de la pena.

La sedición se tipifica en el Código Penal de 1822, en una España gripada por la plaga de los pronunciamentos de los espadones militares, como se llamaba a los caudillos como Espartero, Serrano, Pavía, O'Donnell, Primo de Rivera o el mismo Joan Prim, entre muchos otros. El actual Código Penal tipifica ese delito en los artículos 544 y siguientes y lo castiga con entre ocho y diez años de prisión a los que lo cometan, y entre diez y quince años si son autoridades. El gobierno español quería rebajar la pena a cinco o seis años, pero nunca vaciar el tipo penal sino mantenerlo, aunque es un anacronismo y tiene una redacción confusa que permite arbitrariedades y lawfare como la sentencia del Tribunal Supremo contra los líderes del 1-O.

No hay que dar muchas vueltas para advertir el atraso político —y mental, social y cultural— que supone para España la existencia de medios de comunicación y de políticos —el PP, en este caso, pero también el PSOE, que va pisando huevos y quizás ya les va bien así— que ponen por delante la unidad de España a la fuerza que requiere la vigencia de antiguallas penales como la sedición, en vez de promover la inteligencia de proponer un proyecto común que convoque a los ciudadanos, sin exclusiones, a comprometerse libremente.

La sedición tal como viene definida al Código Penal español no existe en Europa. La misma justicia alemana no la vio al examinar la causa contra el presidente exiliado Carles Puigdemont, detenido en Slesvig-Holstein. La justicia suiza lo consideró un delito político y también ignoró las peticiones de la justicia española respecto a Marta Rovira y Anna Gabriel. La británica y la belga, más o menos. El Consejo de Europa afirma que promover pacíficamente la independencia o una reforma constitucional disidente es un ejercicio de libertad de expresión que hay que proteger en vez de tipificarlo en el Código Penal y asociarle penas desproporcionadas y medievales. Encima, la oposición cerril y primitiva a reformar o eliminar un delito anacrónico paraliza la reforma del Poder Judicial que la Comisión Europea urge y exige. Ya veremos cómo encaja todo eso con el relato de la "democracia plena" y si la Comisión y el Tribunal de Justicia de la UE se lo tragan.

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