Este fin de semana he ido dos veces a Barcelona y en los dos casos no me he podido sacar de encima el pensar que ya no me gusta como antes, de hecho, que me gusta poco y, especialmente, que las cosas bonitas que tiene —entendidas en sentido literal y figurado—, ya no me compensan. Eso que iba de fiesta y no por trabajo y que uno de los planes|planos, me apetecía mucho.

Barcelona no es la que era, cosa que no tendría que ser mala si no fuera porque la evolución no lo ha mejorado. La degradación te saluda desde cada esquina, ahora ya no chaflán, porque estos desaparecen del Eixample como si no hubieran sido uno de los grandes símbolos de la ciudad como característica propia y de vanguardia mundial, sino un fastidio y no una ganancia.

Ciertamente hay puntualmente alguna obra exitosa. Me gustan los jardines que se han incorporado a la Meridiana, aunque a mí me suponen un problema por las colas de entrada que generan, pero que al mismo tiempo me las hacen más agradables. Parada, paseo la vista por árboles y flores y aunque el tiempo no pasa más deprisa, hay momentos en que me lo parece si consigo no ahogarme por la polución.

Hasta aquí la alegría, sin embargo, bien escasa; porque la ciudad me recibe sumergida en el caos —no sólo circulatorio—, más absoluto. Las fiestas no tienen que generar conflicto, y no se puede admitir, de ninguna de las maneras, que se tiñan de luto. Sé que no está pasando sólo en Barcelona, que otras fiestas mayores han acabado a garrotazos, pero no puede ser que el año pasado pasara y que este sea todavía peor. ¿Dónde está la prevención? Y peor todavía, ¿cómo es posible que las autoridades, que la alcaldesa Colau y su equipo, minimicen los hechos? ¿Qué es lo que hacen? ¿A qué se dedican? ¿Cómo es que cuando es imposible dar las culpas a los que estaban antes que ellos —con predilección por el alcalde Trias—, no tengan ni un argumento? Después de 7 años, cuando menos, habría que poder dar a la ciudadanía una respuesta digna.

Ante estos hechos parecerá menor, pero no puedo dejar también de señalar que Barcelona ya no brilla como antes, por mucho que se ilumine el cielo con un gran castillo de fuegos: la ciudad está muy y muy sucia. Me resistía a comparar en estos términos Madrid y Barcelona —aunque salta a los ojos cuando te paseas por una ciudad y otra—, entre otras cosas porque parece que se haya puesto de moda. Pero ciertamente, en el caso del centro de Barcelona, con respecto a no ver porquería, es difícil encontrar un lugar donde mirar.

Es posible que más todavía después de haber leído este artículo, pero en todo caso habrá barceloneses y barcelonesas —de nacimiento o de adopción—, que se pondrán contentos ante este anuncio mío; muy a menudo parece, o cuando menos así se argumenta—, que somos los que venimos de fuera el problema de la ciudad. Más si venimos en coche, aunque sea muy difícil, por la ausencia de alternativas viables, no hacerlo. No sé si tienen razón o no, a mí no me lo parece; porque, en todo caso, soy de las que por definición no me molesta nadie de fuera, tampoco los del pueblo del lado. En cualquier caso, Barcelona tiene un problema muy grande, cuando menos con respecto a su capitalidad, si deja de ser atractiva para los catalanes y catalanas que no residimos allí; por mucho que esté llena de barcelonesas y barceloneses y de turistas.