La filósofa Marcia Tiburi acaba de pasar por Barcelona y Madrid para presentar su libro ¿Cómo conversar con un fascista? Reflexiones sobre el autoritarismo de la vida cotidiana (Akal). Primera línea: “Por desgracia, el fascismo está de nuevo entre nosotros”. Y eso, dice, es un fenómeno global. Lo sabemos también aquí, después de la irrupción de Vox y su entrada en las Cortes españolas y en el Parlamento Europeo. Una presencia que no puede calificarse de residual o marginal, sino que cuenta con un apoyo electoral inquietantemente preocupante. 

El libro de Tiburi viene a sumarse a un fenómeno editorial lo bastante significativo como para pensar, si alguien todavía no era consciente de la dimensión de su presencia, que el fascismo constituye un muy serio problema actual. En poco tiempo han aparecido algunos libros entre nosotros que han intentado analizar el fenómeno y alertarnos de sus peligros: Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo de Bob Riemen (Taurus); Com combatre el feixisme i vèncer, de Clara Zetkin (un texto de 1923 publicado por Tigre de Papel); Instrucciones para convertirse en fascista, de Michela Murgia (Seix Barral); Facha. Cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida, de Jason Stanley (Blackie Books); y Fascismo. Una advertencia, de Madeleine Albright (Paidós). Todos estos libros son esenciales. Y el libro de Marcia Tiburi, a mi entender imprescindible por su lucidez, hace algunas aportaciones fundamentales a este debate desde el punto de vista filosófico. Es una voz que también aquí tendría que ser escuchada con mucha atención.

Marcia Tiburi es una filósofa brasileña de referencia. A pesar de su juventud (nació en 1970), es autora de una obra importante, que se mueve en el ámbito de la defensa activista de los derechos humanos, el feminismo y el pensamiento crítico. Próxima ideológicamente al Partido de los Trabajadores, Lula y Rousseff, sufrió el acoso, la persecución e incluso amenazas de muerte por parte de los cachorros de Brasil Livre, el partido-movimiento de Bolsonaro. Con su victoria en las elecciones de Brasil, Tiburi tuvo que exiliarse por seguridad, primero en Estados Unidos y después en París, donde actualmente vive y donde trabaja en la universidad, en París 8, la universidad de Foucault y Deleuze. Desde allí, con la distancia impuesta por el exilio, no ha dejado de reflexionar sobre el fascismo en Brasil y sobre el resurgimiento global del fascismo, intentando descubrir los mecanismos de funcionamiento y al mismo tiempo la forma más efectiva de combatirlo, dirigiéndose más a las causas que a los efectos. Antes de que sea demasiado tarde.

Tiburi considera que el fascismo no es, en contra de lo que se acostumbra a pensar, una opción política entre otras, sino, propiamente, la forma consumada de la antipolítica

La tesis primordial de Marcia Tiburi es que lo que identifica al fascismo es el discurso del odio: “De Europa a las Américas, de Norte a Sur, crece el odio al diferente y a las personas marcadas como socialmente indeseables, y desaparece el respeto a lo singular que caracterizó la perspectiva democrática, siempre frágil y nunca suficientemente consolidada”. En este sentido, su análisis coincide con otra de las voces más lúcidas en el panorama de la filosofía europea, Carolin Emcke, que ha analizado los mecanismos del odio en uno de sus últimos libros, Contra el odio (Taurus). Pero una de las aportaciones de Tiburi consiste en intentar entender los mecanismos de este odio contra la diferencia y sus efectos en la vida social y política. En la medida en que el fascismo atenta de raíz, por este odio contra cualquier tipo de diferencia, contra los principios de la democracia, que se sustentan en el pluralismo innegociable, Tiburi considera que el fascismo no es, en contra de lo que se acostumbra a pensar, una opción política entre otras, sino, propiamente, la forma consumada de la antipolítica: la destrucción de aquello común que permite establecer el nexo primordial en que se sustenta la posibilidad de una convivencia entre ciudadanos y ciudadanas diversos y plurales. El fascismo, así, no es una opción política, sino, justamente, la destrucción de la política.

Por otra parte, Tiburi considera que no se nace fascista, de la misma manera que no se nace como una persona “odiosa”, que odia porque su naturaleza le lleva a hacerlo, sino que tanto el fascismo como el odio son mecanismos que se promueven, se divulgan, se fortalecen en su expansión, pueden acabar arraigando en las personas y apoderándose de un cierto sentido común, como mecanismo de alergia frente a la diversidad. El odio es una construcción que se esparce a través de las palabras, los lenguajes, los discursos y los estereotipos. Y puede acabar asumiéndose con una cierta naturalidad, como una especie de veneno inoculado en las actitudes, comportamientos y formas de pensar incluso de gente que nunca se reconocería a sí misma como fascista. Dicho de otra manera, el fascismo no es una ideología, sino una actitud que determina comportamientos en nuestra vida cotidiana, y ante los cuales ni estamos vacunados ni somos inmunes. 

En su libro, Tiburi se entretiene en analizar lo que considera como formas cotidianas del fascismo, empezando por el desprecio por el otro, la indiferencia por aquellos que no son como nosotros, y acabando por la violencia y la agresividad verbal, el gusto por el insulto y la descalificación del adversario o, incluso, su demonización. La era de Twitter, que propaga con una facilidad aterradora las descalificaciones, los insultos y los anatemas, no favorece, precisamente, la calma necesaria para hacer frente a todo ello de manera efectiva. 

El auténtico fascismo “democrático” está presente en las actitudes y comportamientos cotidianos incluso en gente que no se reconoce como fascista

El auténtico fascismo “democrático” no es la presencia de fascistas, con más o menos escándalo, en las instituciones democráticas. No es que esté en el Parlamento o en los tribunales, cosa que ya por sí sola constituye una anomalía preocupante. El auténtico fascismo “democrático” está presente en las actitudes y comportamientos cotidianos incluso en gente que no se reconoce como fascista, y que comparten con el fascismo la agenda que el fascismo marca, el discurso del odio que el fascismo promueve, la lógica perversa de la descalificación del otro y el desprecio por la diferencia. Este es el mayor riesgo que la normalización institucional y mediática del fascismo promueve: que lo acaba pudriendo todo, no sólo con respecto al ámbito de los temas de debate, sino incluso con respecto a las formas, a los lenguajes y discursos, y a las palabras. Su toxicidad es expansiva, más allá de los círculos de aquellos que lo defienden explícitamente.

Y aparte del discurso del odio, Marcia Tiburi acierta lúcidamente a diagnosticar la columna medular del fascismo: su aversión e incapacidad en cualquier tipo de diálogo. Especialmente, el diálogo con los que piensan de manera diferente. El fascismo se sustenta en la pretensión de disponer de una verdad que no admite réplica y que no permite ser confrontada en el espacio democrático del pluralismo. La prueba del algodón: quien se niega al diálogo comparte el fundamento sustancial del fascismo, aunque no se reconozca en el fascismo como opción ideológica. Este es el fascismo, también “democrático”, en el sentido que ha acabado por contaminar de tics profundamente autoritarios instituciones que al menos formalmente podríamos considerar como propiamente democráticas. La paradoja hace temblar. 

El auténtico fascismo “democrático” está presente en las actitudes y comportamientos cotidianos incluso en gente que no se reconoce como fascista

Tiburi reconoce que el diálogo “es un acto lingüístico complejo” y que “el diálogo es una práctica de no violencia”, de manera que “la violencia surge cuando el diálogo no entra en escena”. Y es que, en realidad, “es al otro a quien el fascista no puede reconocer como sujeto de derechos”, ya que considera al otro como un ser negado, con quien no se puede conversar porque no se le puede reconocer. Por eso es intolerable que, desde las instituciones supuestamente democráticas, no se articulen los dispositivos necesarios para promover el diálogo sino que, incluso, en un extremo perverso, se impida y bloquee. Que un presidente del gobierno, aunque sea en funciones, bromee porque no le coge el teléfono a un presidente democráticamente elegido y que se enorgullezca de no hablar con representantes electos de los partidos mayoritarios en un parlamento democrático es de una gravedad extrema. Como lo es el hecho de sostener que sólo está dispuesto a dialogar con adversarios políticos si estos renuncian a hablar de aquellos principios fundamentales por los cuales han sido democráticamente elegidos. ¿De qué está dispuesto a hablar un gobernante como este, del color de los taxis? Si eso, además, va acompañado de la estrategia y los dispositivos para perseguir y criminalizar policial y judicialmente cualquier forma de manifestación de la disidencia, simple expresión del ejercicio de derechos fundamentales amparados por todos los tratados internacionales de obligado cumplimiento, incluso en un estado tan poco respetuoso con los derechos y las libertades como el español, es fácil reconocer que el panorama de la antipolítica y el autoritarismo acaba contaminando los más básicos principios democráticos que deberían regir en un estado de derecho. 

Frente a esta actitud profundamente antidemocrática y, según Tiburi, antipolítica, hay que oponer, con determinación innegociable, la demanda legítima, si no la exigencia, del diálogo como forma nuclear de resolución de las diferencias en el ámbito de la política. Y no sólo pedirlo y exigirlo, sino practicarlo e intensificarlo. En todos los frentes y en todos los ámbitos. Sin limitaciones. Hasta hacerlo inevitable. No cuesta entender, en este sentido, cuando Tiburi afirma que “el diálogo es resistencia”: resistencia a dejarse anular. Resistencia a dejarse convertir en una nada más o menos molesta.

Contra el fascismo cotidiano hace falta oponer la democracia cotidiana, basada en el diálogo como requisito y como exigencia, como práctica y como hábito

Por eso, hay que recordar, como afirma Tiburi, que “la democracia es un régimen político y una práctica de gobierno, pero es también un ritual diario -como estar de fiesta en el mundo con las cosas más sencillas-, que precisamos practicar en familia y en el trabajo, en casa, en la calle, en el mundo virtual”. Contra el fascismo cotidiano, que es el fascismo “democrático” más peligroso, porque contamina de fascismo incluso opciones políticas que en teoría lo denuncian, hace falta oponer la democracia cotidiana, basada, fundamentalmente, en el diálogo como requisito y como exigencia, como práctica y como hábito. Sin olvidar, por encima de cualquier otra cosa, que “la democracia es una forma política cuya característica es la alegría”. Alegría contra el abatimiento, contra la tentación de la nostalgia, contra la claudicación. Alegría imprescindible para trabajar por la democracia, esta “utopía posible”. Vaya, para decirlo con una expresión que le gusta repetir a Jordi Cuixart, “que no nos quiten la sonrisa”.