“¡Viva el pueblo español!”, exclamaba Pedro Sánchez hace pocos días en referencia a su defensa de la causa Palestina y “de los derechos humanos”. Exclamar “¡Viva el pueblo español!” es exactamente lo mismo que decir “¡Viva España!”, por si alguien se había despistado, pero con palabras más suaves o de tinte más republicano. Pedro Sánchez aparece hoy como el gran defensor de las causas nobles, de los derechos fundamentales y de la lucha contra el autoritarismo, aprovechando que a nivel mundial empieza a generalizarse la palabra “genocidio” para calificar las atrocidades cometidas por Israel en Gaza. El conflicto en Oriente Medio le viene como anillo al dedo al PSOE para blanquear la imagen de una España (perdón, de un “pueblo español”) que había provocado incluso la intervención del Consejo de Europa en el conflicto catalán, en una resolución de su Asamblea que señalaba la existencia de presos políticos en España y asimilaba a este país claramente a Turquía. Perdón, al “pueblo turco”.
Sánchez no tiene ningún problema en hacer grandes proclamas cuando el conflicto está lejos, cuando su posición no tiene consecuencias reales ni pone en riesgo su silla. Se ha erigido en campeón de los derechos humanos mientras ignora (o peor, reprime) esos mismos derechos en su propia casa. Hablar de genocidio en Gaza mientras todavía hay líderes políticos en el exilio y has dejado en el limbo el espionaje con Pegasus, por ejemplo, es el paradigma de la hipocresía. No es que España no defienda el derecho de autodeterminación: es que lo ha convertido en delito, primero a golpes y después con la lenta aplicación del “ibuprofeno” de Iceta, para proceder ahora a la progresiva “desinfección” anunciada por Josep Borrell.
El Gobierno español exige justicia para Palestina, pero avaló el giro histórico respecto al Sáhara Occidental, alineándose con la potencia ocupante (Marruecos) y traicionando así décadas de compromiso con un pueblo que aún espera un referéndum reconocido por la ONU. Este cambio de rumbo, decidido de manera opaca y unilateral, dejó en evidencia que la política exterior española solo defiende los derechos humanos cuando no comprometen relaciones comerciales, acuerdos migratorios o intereses geoestratégicos. O cuando no le alborotan el gallinero interno, claro. “Viva el pueblo español”.
No es el único caso. España sigue sin reconocer Kosovo, un Estado que consiguió su independencia después de una guerra brutal y con el apoyo de gran parte de la comunidad internacional. Para España, reconocer Kosovo sería reconocer implícitamente que el derecho de autodeterminación es la única vía civilizada para resolver conflictos territoriales. Mejor ignorarlo, como si no existiera. Mientras tanto, el caso catalán sigue siendo un tabú: las demandas de diálogo real se sustituyen por promesas de “convivencia”, mientras se mantiene intacta la amenaza del Código Penal para quien se atreva a poner urnas. Los acuerdos de Bruselas se incumplen cada día que pasa y, como máximo, ahora sabemos que pusimos el cuerpo delante de las urnas para que pudieran atendernos en catalán por teléfono. Si la cosa sigue así, no solo será una legislatura perdida: es que el juicio de la historia será terrible y los extremos serán, por supuesto, el mal menor.
Para Pedro Sánchez, la autodeterminación solo sirve si es a miles de kilómetros de distancia, si no afecta a la arquitectura del régimen del 78 y si permite a España proyectarse al mundo como un Estado democrático ejemplar
Para Pedro Sánchez, la autodeterminación solo sirve si es a miles de kilómetros de distancia, si no afecta a la arquitectura del régimen del 78 y si permite a España proyectarse al mundo como un Estado democrático ejemplar. Pero el mundo ya ha empezado a ver las grietas de ese relato. La resolución del Consejo de Europa, las decisiones de los tribunales europeos sobre los tipos penales aplicados por España y las sentencias de los tribunales belgas, alemanes e italianos rechazando las extradiciones han ido configurando la imagen de una España que no siempre juega limpio con los derechos fundamentales.
Gritar “¡Viva el pueblo español!” mientras condenas el genocidio ajeno es fácil; lo difícil es mirar de frente el conflicto político que tienes en casa (derivado, por cierto, de un innegable genocidio cultural) y afrontarlo con democracia real. Lo difícil es entender que el respeto por el derecho de autodeterminación no es una amenaza sino la única manera de prevenir choques, enfrentamientos y fracturas sociales. El referéndum era la vía para encauzar democráticamente un conflicto, y ahora han decidido que la vía será más bien la de matar al perro para acabar con la rabia. Se equivocan: harán el conflicto aún más grande, la amargura más profunda y el divorcio aún más inevitable. Cuando votar no es la solución, átense el cinturón: porque la corriente (que, a fe de Dios, sigue ahí) tendrá que circular por alguna parte.
La comunidad internacional haría bien en no dejarse deslumbrar por la retórica progresista del presidente español y en recordarle que el respeto a los derechos humanos empieza en casa. Solo así “el pueblo español” podrá gritar “¡viva!” sin que suene como un sarcasmo, como una caricatura, como el grotesco maquillaje de un rostro que hace tiempo que dejó de gustarse a sí mismo.