Uno de los argumentos que resuena detrás del debate del acceso a la vivienda es la importancia de tener un sitio donde arraigar y sentirse parte de una comunidad. Ayer mismo, la articulista Marta Rojals escribía que "A este ritmo de rotación, ya me dirás cómo será un país hecho de gente que ha vivido saltando de un piso a otro, de una corona urbana a la siguiente, de una jaula a otra sin tiempo de fundar comunidades estables, protectoras, irradiadores". La comunidad es una premisa básica para la maduración y el perfeccionamiento del hombre que —entre otras cosas— la globalización salvaje y el cosmopolitismo abstracto han acabado infamando. El hombre necesita la posibilidad de unas raíces para aspirar a la posibilidad de unas alas y para poder hacerse preguntas esenciales como "¿quién soy?, y "¿qué tipo de vida quiero?". Para que eso sea así, la comunidad tiene que ser una concreción localizable, no una idea romántica indecible.

La asunción de que el hombre se vale de su comunidad particular en pro de su desarrollo personal es uno de los pilares básicos del pensamiento conservador que, más que como un argumentario, funciona como una postura aplicable a todos y cada uno de los debates que copan la opinión pública. Es una postura desde donde observarlos todos, quiero decir; una prudencia para procurar no pasar todo lo nuevo por esencialmente bueno. Precisamente porque la mecánica del pensamiento conservador no es la de una doctrina cualquiera y precisamente porque el hombre se vale de su entorno inmediato, el pensamiento conservador presenta particularidades en todos y cada uno de los sitios donde echa raíces. En Catalunya, el pensamiento conservador también había tenido las suyas.

Pero ahora —y, sinceramente, es difícil trazar un punto de inicio—, el espacio ideológico que había defendido el conservadurismo está perezosamente desatendido, con el inconveniente de que la actualidad no cesa, la vida política del país avanza y hay urgencias que, en realidad, solo pueden explicarse con suficiente profundidad, con suficiente concreción y con suficiente integridad desde el prisma de la lógica conservadora. Uno puede plantarse las cifras sobre vivienda ante las narices, pero no es lo mismo decir "los jóvenes destinan este tanto por ciento de su sueldo al alquiler" que decir "los jóvenes tienen que irse de los barrios —e incluso de las ciudades— donde han vivido sus familias durante generaciones", "los jóvenes tienen cada vez menos hijos y la vivienda es uno de los factores que hacen mella", "los jóvenes no pueden aspirar a la propiedad si no es con la ayuda de sus padres". Más que sobre cifras, la lógica del conservador se mueve sobre ideales. Si protegemos ciertas cosas y las transmitimos de generación en generación porque las valoramos —siendo la tradición la espina dorsal de esta transmisión encadenada— el sitio en el que eso sucede también tiene un efecto, aunque a veces solo lo consideremos un escenario donde existir.

Observando el debate sobre vivienda, parece que solo existen dos opciones: o seguimos al Che Guevara de turno o echamos a los moros

El problema de tener el espacio del pensamiento conservador ninguneado es que, aunque las urgencias nacionales que requieren un pensamiento conservador solvente y musculoso para ser afrontadas no cesan, nadie les da respuesta desde una actitud conservadora. Una actitud conservadora desacomplejada a pesar del oxímoron, me atrevería a decir. Quizás porque requiere respuestas y fórmulas demasiado embrolladas, no lo suficientemente masticables y no convertibles en eslóganes fáciles. O quizás porque parece imposible que en algún momento salga a cuenta políticamente. En este escenario, cualquier debate es arrastrado a las posturas de la izquierda más radical. En el caso de la vivienda, es arrastrado al espacio de los Comuns para que lo moldeen de la manera que más a cuenta les salga electoralmente, todo el mundo se lo trague y, a la hora de la verdad, no se ofrezcan soluciones tangibles ni a corto ni a largo plazo. Ahora el panorama político catalán tiene la extrema derecha revuelta y también lo embarra todo con sus apriorismos simplistas y expeditivos. Observando el debate sobre vivienda, parece que solo existen dos opciones: o seguimos al Che Guevara de turno o echamos a los moros. O reñimos a la gente joven para no trabajar lo bastante y no querer irse de su ciudad, tal como hacen algunos neoliberales despistados.

Cuesta mucho no sentirse incómodo en estos términos en los que la derecha se asocia irremediablemente a la culpabilización de quien pide raíces —solo por el hecho de ser joven y ser un perezoso potencial— o bien a las deportaciones masivas. Hay días en los que parece que la derecha del país ha renunciado a sí misma, pero la vida política del país hace aflorar siempre las consecuencias de renegar de ella. Ocurre con el acceso a la vivienda y ocurre con casi cualquier debate que invada la opinión pública monotemáticamente, como ha sucedido estos días: el eje derechista queda anclado en posturas reduccionistas que dejan en ridículo a quien se abona a ellas. Mientras tanto, una parte de la izquierda solo se atreve a hablar de comunidad o tradición pasando por criterios de utilidad material. En la arena política de la derecha, no obstante, parece que no hay nadie con dos dedos de frente dispuesto a encontrar la manera propia decir ciertas cosas en voz alta sin el miedo de parecer "demasiado de izquierdas".