Hará cosa de diez años, volví a Barcelona tras haber pasado un tiempo en los Estados Unidos. En Nueva York me boicoteé cualquier posibilidad de trabajar en la academia (no sería la primera ni la última vez), pero paseando por Manhattan descubrí que para escribir bien antes necesitas defender tu libertad individual con todas las consecuencias. También que sobrevivir en la selva exige una buena dosis de ingenio, pero también una espada bien afilada. En la Bobst Library empecé a leer a D’Ors, Pla y Sagarra: me descubrieron que mi lengua podía ser una arma filosófica del primer mundo y que existía un país anterior a la Guerra in(Civil), ambicioso y gallardo como pocos, que en la facu no me había contado ni puto dios. Debo a los americanos la gracia de saber que cualquier país, con tal de sobrevivir, debe poner la propia cultura y sintaxis en el centro de sus prioridades.

Al azar neoyorquino agradezco tres dones: hacerme liberal, independentista y enseñarme que, para negociar, siempre tienes que ser el primero en poner la pistola encima de la mesa. Desde el momento en el que volví a casa y hasta ahora, las cosas no me han ido bien: por cobardía o pereza, he malbaratado mi formación, escribiendo con buena música pero con una calidad demasiado intermitente, y sólo el amor y los amigos me han regalado instantes de placer auténtico. No me quejo, faltaría más, porque siempre he podido escoger yo mismo. Políticamente, aterricé en Barcelona justo cuando empezaba el procés, y la emergencia de un independentismo que parecía ambicioso y centraba su estrategia en la democracia directa no podía pintar mejor. Lentamente, abandonábamos los tics del catalanismo y el país gozaba mucho menos haciéndose la víctima.

Al azar neoyorquino agradezco tres dones: hacerme liberal, independentista y enseñarme que, para negociar, siempre tienes que ser el primero en poner la pistola encima de la mesa

Lo importante de aquel primer lustro de la década no fueron las manifestaciones oceánicas, ni el hecho de que los partidos catalanes tradicionales se declarasen abiertamente indepes, sino que la gente comprobaba poco a poco que con la estrategia del llorón y de la mesa negociadora todo eran fracasos. Tiempo después, cuando los partidos volvieron a la táctica de presionar al estado con jugadas maestras, plebiscitarias y hojas de ruta chupi-guays que nunca devenían reales, con los amigos nos inventamos la idea de un referéndum de autodeterminación, la única arma que podía frenar el acongojo de los políticos, empoderar a la gente y, de paso, resucitar el espíritu violento español. Pensábamos que el 1-O sería, este sí, un auténtico tsunami que implosionaría la política catalana y mostraría a los ciudadanos que tenían mucha más fuerza que sus instituciones castradoras.

El pueblo, faltaría más, hizo su labor con una dignidad ejemplar. Del final de esta era política, con todo quisque al acecho para aprovechar quién se arrodilla primero para recoger las migajas de la autonomía, supongo que no hace falta ni que hablemos. Si pienso en esta década, en definitiva, sólo puedo maldecir tanto tiempo perdido, todas estas energías colectivas tan malbaratadas. Pero bien, al fin y al cabo yo también he hecho lo mismo y no puedo dar lecciones de nada. Quizás por ello pienso cada hora en irme de aquí, de nuevo a la isla americana donde los fracasos tienen más glamur y la nieve te convertía en más fuerte, ágil y rapaz. Nada, no me hagáis caso, son cosas mías. Que tengáis un buen 2020.