Casi con toda seguridad, hoy acabará el juicio sobre el comportamiento de Laura Borràs al frente de la Institució de les Lletres Catalanes. No es todavía, sin embargo, el momento prudente de dar una opinión jurídica al respecto. Pero hemos leído más que visto —misterios de la programación o de las autorizaciones— cómo se ha ido desarrollando la vista oral. Y nos podemos hacer una idea de lo que ha pasado en el pleno.

Dejando las disquisiciones jurídicas para más adelante, no resulta ahora impropio hacer una crónica desde detrás de la vitrina, como si el juicio hubiera sido una pecera. Hace tiempo, el ABC llevaba una crónica de misas, en las cuales, obviamente, no se discutían ni los dogmas ni los sacramentos: solo aspectos litúrgicos y de ritos. No parece inconveniente dar unas pinceladas sobre cómo se ha visto —¡o leído!— el juicio contra Laura Borràs y los dos compañeros más de banquillo, ahora más digno y de terciopelo, en la sala del TSJCat.

Cada participante en el juicio tendrá una sensación, personal e intransferible, de cómo cree que le ha ido; cada uno de los protagonistas, acusados y sus defensores, así como la única acusación, la del ministerio fiscal, harán sus cábalas de acuerdo con sus vivencias.

Visto desde fuera, desde detrás del cristal, lo primero que se ve es la falta de entusiasmo de Junts per Catalunya, con respecto a un proceso en que la principal encartada, la que da el nombre al caso, es la propia presidenta del partido. A pesar de la defensa por defecto proclamando la inocencia de Borràs, el silencio de Junts es más bien ensordecedor, como también los raquíticos séquitos hasta la entrada noble del Palau de Justícia. No hay que expresar ni valoraciones ni juicios de intenciones —a los partidos no siempre fraternales—. Dejo simplemente una constatación del hecho: la frialdad como compañía.

Fue muy destacado el hecho de que Borràs descargara la responsabilidad de la contratación en sus subordinados, subordinados de los cuales parecía fiel seguidora en sus instrucciones

Un segundo aspecto que llama la atención fue la declaración de Borràs el lunes pasado, cuando fue interrogada exclusivamente —en legítimo derecho de responder si quería y a quien quería— por su defensa. Dio una serie de explicaciones que cada uno, como hará el tribunal, contrastará con la prueba practicada en el estrado. No es este ahora el tema. Fue muy destacado el hecho de que Borràs descargara la responsabilidad de la contratación en sus subordinados, subordinados de los cuales parecía fiel seguidora en sus instrucciones.

Un líder, especialmente cuando vienen malos tiempos —y hasta ahora vienen malos tiempos—, nunca rehúye su responsabilidad. Al contrario: la asume plenamente. Ciertamente, estamos en un juicio penal, donde se ventila la propia libertad personal y el ejercicio profesional de la encausada —a la vista de las penas que provisionalmente se piden—. En clave de defensa, y más si se pretende que lo que se declara es la verdad, las manifestaciones pueden salpicar a los subordinados. Pero un líder tiene que saber distinguir entre la defensa penal y el discurso político. Para afirmar la propia inocencia, parece, no hay que atribuir las responsabilidades a quien no tiene ningún poder para dirigir una institución, sea pública o privada. El refugio tras los subordinados es procesalmente legítimo. Políticamente, es otra cosa.

Por último, se habló hasta la saciedad, en la sesión matinal del lunes, de un término abstruso como es el hash, es decir, una marca electrónica indeleble que tiene que acompañar siempre determinados procesos informáticos, forenses o no. Si del examen de un aparato —un disco duro, por ejemplo— se obtiene un hash, cosa que asegura su integridad y, posteriormente, se obtiene otro del mismo objeto, parece que ha tenido lugar una alteración. Pero no sabemos cuál.

Hay otros sistemas, como la también aludida tabla de particiones, que permiten ver la integridad de los ficheros que el dispositivo contiene. Dicho de otro modo, el hash viene a ser como el fajín que rodea los fajos de billetes. En efecto, si viene firmado como 50 billetes, no hay que contar: hay 50 billetes. Pero ni el hash ni el fajín dicen nada de la calidad del contenido. Así, por mucho fajín que lleven los billetes, no sabemos si dentro del fajo hay un billete o dos o tres falsos. Esta será la cuestión que tendrá que discernir el tribunal: si los discos duros no sirven como auténticos o los documentos que se contienen, a la vista de que ninguno ha sido objetado, son buenos.

Es una duda capital que como espectadores tras el cristal de la pecera nos queda a todos. A fe mía que, visto que ningún perito estaba bendecido con el don de la palabra, la comprensión de este tema es todavía más compleja, viéndolo desde detrás.

Hoy, con los alegatos finales, no saldremos de dudas, dado que cada parte, lógicamente, se enrocará en sus posiciones, las que considere más beneficiosas a sus intereses. Una vez más, hay que esperar.