El documental de Al-Jazeera Songs of war explica que en la prisión de Guantánamo, los militares estadounidenses utilizaban las canciones de Barrio Sésamo para acabar con los nervios de los detenidos. El pobre compositor Christopher Cerf aparece indignado. Pero, para su consuelo, no es el único utilizado para torturar al preso más estoico. Según la BBC, Metallica es el grupo preferido por los marines en Irak. Y el country y el rap también se han pervertido, hasta el punto de que a un preso le hicieron escuchar durante 20 días una canción de Eminem.

Poca broma. Más allá de la tortura, el ruido puede causar sordera, problemas de corazón, alteraciones del ritmo respiratorio, menstruales y del sueño, deterioro cognitivo, ansiedad, estrés, irritabilidad o afecciones gástricas. Ya en la antigua Roma, Séneca se quejaba del ruido que escuchaba en su barrio. Desde el depilador que chillaba para tener clientes (hasta que su grito superaba al de la persona a la que le arrancaba los pelos de la axila) hasta los camareros de las tabernas. Y esto no ha cambiado. Dentro de casa oímos la lavadora o el motor de la nevera. En las escaleras de vecinos se escuchan portazos, conversaciones, niños gritando y el ascensor que no para. Por la ventana, en función de si vivimos en una ciudad o un pueblo, nos llega el ruido de los coches, las motos y las ambulancias, el tren, una radial, una hormigonera, una sierra mecánica, un martillo neumático o un perro. Siempre hay un perro que ladra en los pueblos. Y si huimos de casa, peor. No hay supermercado sin hilo musical. En el cine, los espectadores hacen ruido con las palomitas. En los aviones, las instrucciones no se acaban nunca. En el tren, la gente habla por teléfono (y escucha música o mira vídeos sin auriculares) y, incluso, hemos llegado al punto de que en la playa o una montaña los bañistas y los excursionistas llevan altavoces y escuchan (y hacen escuchar) reguetón. Y no daré ideas a los marines sobre este género musical, porque tal vez, sólo tal vez, llegan solitos a la conclusión.

Schopenhauer decía que la civilización sólo se completará el día que los oídos estén legalmente protegidos y no se reconozca como un derecho perturbar a los otros con gritos, ladridos y martillazos

Séneca no es el único que no podía soportar el ruido. Wolfgang Goethe compró una casa vecina en ruinas para ahorrarse el ruido de las obras si la compraba otro. Marcel Proust alquilaba las habitaciones del lado en los hoteles para no escuchar a los otros huéspedes. Y dicen que Arthur Schopenhauer decía que "la cantidad de ruido que cada uno puede soportar sin incomodarse, está en relación inversa a su inteligencia". Lo que me hace pensar que somos una panda de idiotas y que es lo que debió pensar también el amigo Arthur de sus vecinas, hasta el punto de que un día que no callaban, tiró a una por las escaleras.

Schopenhauer decía que la civilización sólo se completará el día que los oídos estén legalmente protegidos y no se reconozca como un derecho perturbar a los otros con gritos, ladridos y martillazos. Las leyes ya existen. Pero desde el punto de vista de la educación, todavía estamos lejos de la civilización. Bueno, excepto a las 10 de la noche en Catalunya. La única ventaja del toque de queda es que ahora las noches (aunque no he dormido en todos los pueblos y ciudades) son más silenciosas. La pandemia es una mierda, pero si tenemos que buscar cosas positivas, esta es una. Ha hecho aflorar el silencio que hay bajo las ondas sonoras. El problema es que hace más ensordecedor otro ruido. El de nuestro nunca suficientemente bien ponderado Govern y sus filtraciones, acusaciones de filtraciones, rabietas y desacuerdos de todo tipo, que ya merecen que después del Dragon Khan nos esforcemos en decidir si este bipartito es el Shambala, el Tutuki Splash o el Furius Baco. Atracciones donde, por cierto, todo el mundo grita mucho.