La notoriedad del papa Francisco está tocada. Le están fallando apoyos internos y algunos de los movimientos que ha hecho le han salido mal. Sin buenos asesores, no podrá llevar a cabo sus objetivos. Un Papa solo sería un peligro en una estructura que es eclesial por naturaleza, y, por lo tanto, colegiada y que no se puede permitir un líder aislado. En Roma no se habla de otra cosa: ¿qué piensas de este Papa? ¿Este es también contrario al papa Francisco? Frases que no son un fenómeno residual, sino el pan de cada día.

Complota que algo queda. Los ataques encubiertos, las diatribas directas y el desprecio contra el papa Francisco están llegando a niveles insólitos. No los tildaremos de insostenibles, porque en la Iglesia las polémicas no han acabado con la estructura, y ha sucedido de todo y más. Durante el Concilio Vaticano II también había una oposición limpia, cortante, diáfana. Lo que pasa es que hoy esta crítica contra el Papa tiene connotaciones globales y se viven en todo el planeta, y no solo en Roma. Las redes sociales también contribuyen a crear un ruido exagerado contra él.

El Papa tiene tres claros grupos opositores. Uno lo forman algunos de sus hermanos en el colegio cardenalicio, esos púrpuras que no le siguen la corriente, que piensan que está teniendo derivas doctrinales y que es un papa confundido y que confunde. Un pastor desorientado que está llevando el rebaño al abismo. Nombres como los de los cardenales Burke, Müller (que por cierto, corre por tierras catalanas estos días) o Caffarra serían portavoz de esta disidencia interna y a alto nivel. El documento Amoris Laetitia del Papa les ha servido como catalizador de sus objeciones. Es la oposición del pensamiento y de la doctrina.

Después tenemos el segundo grupo, formado por personas de dentro también, especialmente de la curia romana, con menos peso directivo pero situados a cargos intermedios en que se pueden dirimir muchas maniobras. Son el personal decepcionado, la gente que o bien esperaba nombramientos para ascender, o bien han sido cabezas de turco de la reforma curial que Francisco ha llevado a cabo. Estos mueven el cotarro, hablan con periodistas y expresan su malestar, dimiten o les cambian de cargo. Son personas que querrían ser fieles al Papa de Roma —y que si sirven a la curia romana se supone que es lo que tienen que hacer— pero que se encuentran superados por el Papa a quien nombran populista, pastor pero no teólogo y a quien no le reconocen competencias gerenciales ni de liderazgo de equipos. Estos no atacan tanto al Papa por sus ideas teológicas sino por la gestión de la institución. Es la oposición gerencial, más ligada a recursos humanos que a estrategia global.

Finalmente tenemos a los católicos en general, los que no están en Roma ni tienen demasiada preocupación por lo que pasa en la sede de San Pedro. Están divididos internamente entre los que se entusiasman por el Papa y los que lo critican sin fisuras. Tenemos a obispos, también, en este tercer paquete de descontentos. Esta es la oposición híbrida, la que por una parte critica la manera de gobernar pero también objeta las prioridades del pontificado: refugiados, ecología, dirigir la crisis de los abusos sexuales. Aquí se encuentran también fuerzas como las de las multinacionales e intereses del capitalismo desenfrenado que no soportan las ideas demasiado evangélicas y de justicia social del Papa argentino.

Habría un cuarto grupo de decepcionados que serían aquellos que, desde fuera de la Iglesia, se esperaban un Papa mago que revolucionaría la tierra, se posicionaría con la agenda más progresista del mundo y acabaría con la corrupción y la miseria y anticiparía el reino de Dios a la tierra. Pero el Papa es simplemente un hombre argentino, mayor, que necesita gente capaz —inteligente y buena persona— al lado. Él sabe dónde va, pero no escoge una autopista, sino la collada de Toses. El problema quizás no radica en el Papa, sino en la gente más papista que el Papa que se marea cuando ve la inmensidad de las montañas, las carreteras estrechas, la incógnita de que pasará después de una curva. Quizás el pueblo católico estaba acostumbrado a circular por la misma carretera de siempre para ir al mismo sitio de siempre con la misma gente de siempre dentro del coche y se limitaban a salir, pagar el peaje, y seguir.