Ya ha llegado la sentencia y es una sentencia muy dura. Las penas de cárcel impuestas resultan a todas luces desproporcionadas para el relato de los hechos que se hace. Resulta muy difícil de entender que se castigue con tantos años de cárcel unos hechos que se parecen demasiado a la desobediencia o, a lo sumo, a la resistencia a la autoridad.

El mensaje político está muy claro: el Estado es duro y no consiente experimentos que pongan en duda el régimen de 1978. Las medidas draconianas de prisión, restricción de derechos políticos y demás tenían sentido. Sin embargo, a esta afirmación política, destinada a salvaguardar como sea la unidad territorial de España, sólo se puede llegar desde la pirueta jurídica.

Los magistrados de Tribunal Supremo, grandes profesionales del derecho penal, han tenido que inventarse un delito para la ocasión. La aplicación del delito de rebelión -rechazada por prácticamente toda la doctrina española independiente- se demostró imposible sin debilitar mucho la decisión. Aunque fue la excusa para inhabilitar a los presos e incluso impedirles tomar posesión de sus actas de diputados, al final ha desaparecido.

Los magistrados de Tribunal Supremo, grandes profesionales del derecho penal, han tenido que inventarse un delito para la ocasión

Así surge la sedición.  De la sedición sabemos que implica un alzamiento tumultuario para impedir que se apliquen las normas o las autoridades públicas ejerzan sus funciones. A diferencia de la rebelión, no se trata de utilizar la violencia para modificar la estructura del Estado sino de -mediante la fuerza o simplemente fuera de los caminos previstos por la ley- obstaculizar el Estado de Derecho. La gravedad que el Código Penal atribuye a este delito lleva a pensar que debe tratarse de actos continuados y tan cualificados que puedan llevar en la práctica a la suspensión efectiva del Estado de Derecho.

Sin embargo, el Tribunal Supremo lo ha convertido en un cajón de sastre. Leyendo los hechos concretos que se le imputan a cada uno de los acusados se llega a la conclusión que el mero llamamiento a obstaculizar un registro judicial y a efectuar una consulta popular organizada por asociaciones sociales pero prohibida constituye ya este delito. Califica como tal a actos que hasta ahora se calificaban simplemente de resistencia a la autoridad o desobediencia. Lo hace, sobre todo, porque la desobediencia y la resistencia forman parte, según dice, de un plan de imposible cumplimiento para llegar a la independencia de Catalunya.

A mi modo de ver, las iniciativas políticas que integraron el procés son inconstitucionales. Las instituciones catalanas se salieron del cauce de la legalidad y olvidaron que no sólo se deben a sus votantes, sino a toda la población de Cataluña. Desde el punto de vista jurídico creo que se equivocaron y, sin duda, se saltaron la ley. Pero ni era eso lo que se juzgaba aquí, ni esas ilegalidades antidemocráticas están castigadas con penas de cárcel.

Las instituciones catalanas se salieron del cauce de la legalidad (...) Pero ni era eso lo que se juzgaba aquí, ni esas ilegalidades antidemocráticas están castigadas con penas de cárcel

La sentencia se empeña en mencionar todos los tópicos unionistas, y por eso incurre en contradicciones que evidencian su carácter político: afirma que la policía no pudo evitar el referéndum porque un conseller la engañó mostrando una buena voluntad que era falsa. Entiende que la resistencia pasiva a unos policías antidisturbios en un acto violento… de los manifestantes. Se extiende en que el derecho a decidir no existe y que la independencia nunca iba a suceder… pero se ceba en los acusados por intentarlo. La gradación de penas es desproporcionada y posiblemente evitará que los presos ya encarcelados alcancen cualquier tipo de libertad en los próximos meses. Al menos los convertirá en juguete de las luchas políticas entre gobiernos y jueces durante un buen tiempo.

Con  todo, lo peor de la sentencia -como viene sucediendo con muchas de las medidas represivas adoptadas a raíz del proceso independentista catalán- no es el daño que provoca inmerecidamente a unos acusados que no deberían estar en la cárcel. Siendo esto grave, lo terrible socialmente es el efecto que esta sentencia va a tener sobre el ejercicio de los derechos fundamentales en España. El núcleo de la argumentación fáctica se centra en los hechos ocurridos el día en que se concentró un grupo de ciudadanos a protestar contra un registro judicial y el día que otros ciudadanos se resistieron a la policía que  quería impedir que participaran en una consulta organizada por organizaciones sociales. En este terreno, la Sala del Tribunal Supremo realiza una lectura reductora del derecho de manifestación con efecto desalentador lacerante. Supone un aviso para cualquiera que organice protestas pacíficas que no sean del agrado de las autoridades.

Si tuviéramos un verdadero Tribunal Constitucional, no dudo de que esta sentencia se vería revocada pronto por lesionar los derechos de reunión y la libertad de conciencia

Si tuviéramos un verdadero Tribunal Constitucional, no dudo de que esta sentencia se vería revocada pronto por lesionar los derechos de reunión y la libertad de conciencia. Pero absolutamente nadie espera nada de eso de un Tribunal que hace ya mucho que dejó de defender los derechos y sólo defiende al poder. Así que, siendo realistas, la única esperanza que nos queda a los españoles conscientes de la importancia de los derechos fundamentales está en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Entre tanto, sólo nos queda acatar la decisión y no perder la fe en este Estado de Derecho que desmoronan quienes deberían protegerlo. Como los jueces del Supremo.

 

Joaquín Urías es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla y exletrado del Tribunal Constitucional