Se ha subrayado poco, diría, el estilo manifiestamente populista que ha adoptado Pedro Sánchez en sus comparecencias públicas a lo largo de esta horrible crisis de la Covid-19.

El tono impostado, las frases extremadamente simples, las repeticiones de los subrayados, la sintaxis de cuento, etcétera. O algunas decisiones concretas, como la salida de los niños (después de los ruegos sobreactuados de Ada Colau).

Hay que sumarle a todo la información incompleta, las contradicciones, la confusión, las precipitaciones y las rectificaciones. Tanto es así que resulta complicado atender a las largas explicaciones de Sánchez sin sentirse ofendido. Resulta complicado no llegar a la conclusión de que el presidente del Gobierno toma al ciudadano, el ciudadano entendido en su conjunto, por idiota. La gente es capaz, estoy convencido, de mucho más de lo que Pedro Sánchez, y muchos políticos y supuestos especialistas en comunicación, parecen creer. Eso sí: siempre que las cosas se hagan medianamente bien.

Después de una primera fase en la que se perdió un tiempo precioso, a continuación el gobierno central reaccionó con medidas durísimas y centralizando el mando. Ahora, sin embargo, parece que tiene prisa para completar lo que llaman "desescalada". El descalabro económico, los sectores afectados y la llegada del verano (España es un país de turismo) han empujado a la Moncloa a adoptar un ritmo probablemente excesivamente precipitado.

El riesgo que se está asumiendo en la rápida desescalada es bastante evidente. Pedro Sánchez, a pesar de no haber demostrado tener en mucha consideración a los ciudadanos, ha dejado la suerte de España en sus manos. Que la desescalada acabe en un desastre o resulte exitosa depende sobre todo de cómo la población se comporte. De lo que haga a la gente, la multitud. Si los comportamientos se desbordan, se producirá un aumento de los contagios y las muertes.

Si prospera una dinámica de desobediencia o pasotismo entre los ciudadanos, podría desencadenarse un efecto bola de nieve y reventar todas las previsiones

Queda Sánchez, y con él quedamos todos nosotros, a expensas del fenómeno que a principios de este siglo fue bautizado como "multitudes inteligentes" (smart mobs) o "la sabiduría de los grupos" (the wisdom of crowds). La teoría nos habla de la eficiencia organizativa de los colectivos conectados y también de un individuo que, aisladamente, toma peores decisiones que el grupo.

Se trata, pues, de que la dinámica multitudinaria siga ciegamente la dirección marcada (con todos los defectos ya citados) por la Moncloa y, al mismo tiempo, haga que no prosperen los comportamientos contrarios a la norma (todos hemos visto estos días como grupos de jóvenes y no tan jóvenes se reunían a pesar de tenerlo prohibido, como la gente salía a hacer deporte en grupo, como el enamorado se metía en casa de su enamorada o como los hijos visitaban a los padres ya mayores).

Lo que dicen las teorías sobre los aciertos de la multitud o los grupos es, y eso se suele pasar por alto, que se producen sólo si se dan determinadas circunstancias. Es decir, no siempre la multitud es mejor. A veces, según qué dinámicas e interrelaciones colectivas se den, pasa todo lo contrario. La multitud, la masa, influenciable por definición, puede multiplicar exponencialmente el error, el disparate o la locura hasta convertirlos en imparables y devastadores.

Naturalmente, el infantilismo y el populismo, la información incompleta, las contradicciones, la confusión, las equivocaciones y las rectificaciones del gobierno Sánchez no contribuyen nada a hacer que la ciudadanía siga las pautas marcadas.

Si los países del centro y norte de Europa, mayoritariamente protestantes, tienen, culturalmente, un gran apego, incluso sumisión, a la norma, no pasa igual en nuestro caso, que es el caso de una cultura latina, mediterránea y de base católica. Nosotros tendemos a la ironía y al cuestionamiento de la autoridad. Si esta autoridad es tan torpe como ha demostrado serlo el Gobierno, y su presidente en particular, todavía más. Nosotros tenemos que entender el porqué. Captar el sentido de lo que se nos manda para cumplirlo con convicción y evitar la tentación individualista.

A pesar de las proclamas de Salvador Illa, según el cual "nadie" puede dar lecciones de responsabilidad y civismo a los españoles, me parece que en muchos casos la gente puede tener la tentación de no seguir las indicaciones. Sobre todo si ve que otra parte de la población, aunque al principio sea pequeña, las desoye ostensiblemente. Si prospera una dinámica de desobediencia o pasotismo entre los ciudadanos, podría desencadenarse un efecto bola de nieve y reventar todas las previsiones.

Ahora tenemos que confiar en el sensatez y la razón de la gente. No podemos hacer nada más. Y yo confío en ello. Eso, sin embargo, no quita que estemos transitando por un terreno frágil, pisando una capa de hielo quebradiza, que cruje.

Y que lo hacemos, yo lo hago al menos, conteniendo la respiración.