Salvador Illa tiene razón cuando afirma que el actual Govern presidido por Pere Aragonès actúa de forma maquinal, arrastrando los pies. Illa lo soltó durante el debate de política general de la semana pasada y lo repitió en la entrevista con Jordi Basté del viernes. Este Govern es, ciertamente, uno de los más débiles y desorientados de todos los que han ocupado la Generalitat desde su reinstauración. La ineficiencia de este Govern supera con creces los que presidió José Montilla, cuando el conseller de Interior, Joan Saura, asistía a manifestaciones que pedían el boicot a Israel. No sé si se acuerdan. Era la manifestación en la que un individuo exhibió una pistola y el conseller quiso quitarle hierro al asunto y lo justificó diciendo que se trataba de un “juguete” que formaba parte de una “performance”. ¡Alucinante! Así se entiende que, al año siguiente, en 2010, Artur Mas ganara las elecciones y acabara con la experiencia del segundo tripartito. Ahora los consellers no asisten a manifestaciones, sino que más bien se esconden porque tienen miedo de ser abucheados, y los liderazgos sectoriales son inexistentes, lo que se junta con la debilidad de la presidencia de Aragonès.

En política, los gestos a menudo indican realidades que no necesitan palabras. Cuando más urgente es disponer de un ejecutivo fuerte, nos encontramos que el Govern Aragonès no tiene rumbo y está integrado por supervivientes políticos en los que no debe de creer, visto lo visto, ni el líder de Esquerra. No lo ha destacado nadie, y, sin embargo, a pesar de que es costumbre cuando el liderazgo del partido no coincide con el liderazgo gubernamental, Oriol Junqueras no asistió en ningún momento al debate de la semana pasada en el Parlament. Dejó solo al president Aragonès, a quien ya ha ninguneado más de una vez. No le tiene el debido respeto institucional que emana del cargo. Junqueras, en cambio, se trasladó a Madrid para reunirse con los diputados y senadores de su grupo y hacer declaraciones dirigidas a los socialistas en el imperial escenario de los leones de la portalada del Congreso. Los gestos, como he dicho, delatan actitudes y las prioridades de cada cual. Madrid es hoy la prioridad de Esquerra. Además, como todo el mundo sabe, la tropa de los republicanos en Madrid es el sector más pro-pacto con el PSOE. Los federalistas de Esquerra —con Rufián al frente— se han tragado los falsos juicios apocalípticos madrileños, como los describe Ignacio Sánchez-Cuenca, y para ellos es más importante detener a la derecha y a la extrema derecha españolas que cualquier otra cosa. Junqueras, Rufián y Tardà vuelven a dar crédito al PSOE sobre la amnistía y la autodeterminación, aunque los socialistas sean los principales beneficiarios de este dramatismo exagerado, y parecen dispuestos a que Sánchez los engañe otra vez. Los desastres de Esquerra en los años treinta también los protagonizaron los federalistas, el grupo de L’Opinió, creado por Joan Casanelles, quien en 1984 fue elegido diputado independiente, dentro de las listas del PSC-PSOE, después de abandonar el partido republicano. En el Palau de la Generalitat ya han detectado el riesgo de repetir la historia.

Del mismo modo que nadie reclama al PSOE que renuncie al socialismo para pactar con quien sea, ningún independentista puede renunciar, sea o no constitucional hoy, a un referéndum de autodeterminación

De un tiempo a esta parte corre el rumor sobre que existen dos versiones de Esquerra. En la confección de la lista electoral para las elecciones de junio ya se pudo constatar. En la negociación de la propuesta de resolución (PR), presentada conjuntamente al pleno del Parlament por Junts y Esquerra, sobre cómo abordar la negociación de la investidura de Pedro Sánchez, la disonancia entre la actitud del inquilino del Palau de la Generalitat y la del jefe del partido ha sido algo más que evidente. El resultado de las elecciones ha puesto a Esquerra en una situación incómoda. No solo por la irrupción de Carles Puigdemont, protagonista absoluto de la negociación entre el PSOE y el independentismo, sino porque se ha visto obligada a rectificar su agenda política. De golpe, cuando Esquerra ya había abandonado la idea de que el Referéndum del 1-O fuera la principal fuente de legitimidad para reivindicar el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, ahora ha tenido que recuperar el octubrismo. Junts convirtió la defensa del 1-O en el eje de su acción política, lo que le valió que los medios partidarios del “moderantismo” los calificaran reiteradamente de intransigentes. Esquerra se ha puesto a rueda del ritmo marcado por Puigdemont porque no ha tenido más remedio. Y esto es lo que se defiende en la PR: reclama el derecho de autodeterminación y, además, añade que el mandato que “salió” del 1-O solo puede ser sustituido por un referéndum acordado con el estado. La misma noche del viernes, el entorno mediático de los republicanos estaba desconcertado porque el texto conjunto de Esquerra y Junts plantea rechazar la investidura de Pedro Sánchez si no se dan pasos a favor de un referéndum. Esta “radicalidad” no entraba en sus planes. Ni en los de Junqueras, que solo trabaja por una amnistía que dificulte el retorno de Puigdemont y a su vez le favorezca a él para desbancar a Aragonès. Las elecciones catalanas están al caer y Junqueras necesita matar dos pájaros de un tiro. 

Esta resolución ha encendido, también, los ánimos del PSC y del PSOE, que en la noche de viernes respondieron a ella con un comunicado conjunto criticando la posición maximalista de los dos partidos independentistas. El PSOE sigue con la idea de que la investidura es posible con una simple promesa de amnistía, contra la que se ha pronunciado incluso la Conferencia Episcopal Española, recuperando un protagonismo reaccionario y vengativo que no se veía desde el nacionalcatolicismo franquista. Cuando hay raíces, los brotes azules renacen. Carles Puigdemont anunció en la conferencia de Bruselas que buscaba un “acuerdo histórico” que pusiera las bases de una resolución del conflicto con garantías de verdad y que reconociera Catalunya como nación. No sería justo si ignoráramos que el PSOE ha dado algunos pasos de gran importancia: la normalización del uso del catalán en las Cortes, la presentación de la documentación para conseguir la oficialidad del catalán en la UE o bien la comunicación a la Europol para que desvincule el independentismo del terrorismo. Pero todo esto es calderilla —que no es necesario celebrar, como exige Jordi Évole, pues responde a la reparación de unos derechos conculcados durante años—, en especial si lo comparamos con la amnistía y el derecho a la autodeterminación, pilares de un pacto de largo recorrido entre los independentistas y el PSOE. Del mismo modo que nadie reclama al PSOE que renuncie al socialismo para pactar con quien sea, ningún independentista puede renunciar, sea o no constitucional hoy, a un referéndum de autodeterminación. A diferencia de lo que propaga el líder del PSC-PSOE, dar voz a la ciudadanía no divide, sino que es la manera democrática de preservar la convivencia y dar salida a un conflicto que lleva siglos abierto. Mostrar y fomentar la diversidad política es un tesoro, como también lo es el multilingüismo, y forma parte de las estrategias de la comunicación no violenta en la resolución de los conflictos. Solo los partidarios de la extinción de las minorías nacionales pueden defender lo contrario.

Tan legítimo es querer llegar a la Moncloa como que los independentistas pongan un precio alto, muy alto, para pactar con los socialistas que, conviene no olvidarlo, en los momentos de máxima tensión se decantan siempre por aliarse con el PP

El PSOE se ha dado cuenta de que Junts está arrastrando Esquerra al terreno de donde no debería haberse alejado. La prueba es que en 2019 Esquerra habría podido reivindicar exactamente lo mismo que exige en estos momentos y no lo hizo. Ya se pueden desgañitar tanto como quieran los neófitos del republicanismo, pero si hoy la investidura de Pedro Sánchez depende de cómo resuelva la cuestión de la amnistía y el referéndum, no es gracias al trabajo de Esquerra en los últimos cuatro años, sino al protagonismo de Junts y, muy especialmente, de Carles Puigdemont. No soy nada partidario de que Esquerra y Junts negocien juntos con el PSOE. Esta no es la hora de la unidad. La unidad habrá que recuperarla cuando se pacte con el estado y no con un partido para investir el jefe del gobierno. Que Junts y Esquerra presenten por separado sus exigencias es beneficioso. Incluso en el supuesto de que se tuvieran que repetir las elecciones porque el PSOE no cediera y Junts perdiera el “privilegio” de ser decisivo, la actual negociación condicionará la agenda de la investidura siguiente. ¿Qué pedirá Esquerra si entonces tiene en exclusiva los votos necesarios para investir a Sánchez? Si Esquerra se decidiera por rebajar las exigencias que se están negociando para este primer intento, las consecuencias electorales posteriores serían catastróficas. Si el castigo a los republicanos fue severo en las generales, en las próximas elecciones el castigo sería mortal. En todos los escenarios, investidura o repetición electoral, Junts y su determinación independentista salen ganando.

Es legítimo que los socialistas y los comunes defiendan su posición. PSOE y Sumar quieren repetir la coalición electoral de la pasada legislatura con el mínimo coste político. El independentismo no puede permitírselo, precisamente porque la desafección electoral los ha llevado a una crisis de legitimidad que les conviene revertir. Los defensores de las urnas del 1-O contra la brutalidad policial no admiten, con toda la razón del mundo, que alguien les diga que todo aquello fue inútil y que su lucha no es el punto de partida del camino hacia la independencia. Los socialistas, que se muestran tan abiertos a las demandas de la Agenda 2030, deberían saber que los conflictos nacionales son persistentes y que, si no se encaran con valentía, tarde o temprano estallan y no siempre de forma pacífica. Lo hemos visto en muchos lugares, en la URSS, sin ir más lejos, que ha dejado heridas tan profundas que se pueden ver hoy en día en la guerra de Ucrania o en la limpieza étnica que los azeríes aplican a los armenios del Alto Karabaj, una república que dejará de existir el 1 de enero de 2024 por una ocupación militar ilegal. La violencia no es ninguna solución, pero tampoco lo son las migajas que ofrecen los mandatarios europeos a las naciones encerradas a cal y canto en unos estados envejecidos y centralistas. Los independentistas corsos rechazan la promesa de Macron de darles más autonomía y más competencias porque no se fían de él, entre otras razones, porque los cambios que propone exigen una reforma constitucional que necesitaría el apoyo de la derecha para prosperar. Los independentistas catalanes saben que Pedro Sánchez es un clon de Macron.

Estaría bien que Salvador Illa se aplicara el oficio político que reclama a Esquerra y a Junts. Tan legítimo es querer llegar a la Moncloa como que los independentistas pongan un precio alto, muy alto, para pactar con los socialistas que, conviene no olvidarlo, en los momentos de máxima tensión se decantan siempre por aliarse con el PP, la derecha que dicen combatir. En la negociación con Junts, los socialistas se equivocarán si caen en la nostalgia demostrada por Núñez Feijóo cuando, en el debate de su investidura frustrada, se añoraba de CiU y del “peix al cove”. Este catalanismo, que también anhela recuperar el establishment regionalista instalado en varias sedes de la Diagonal, dejó de existir con lo ocurrido durante la década soberanista. Duran i Lleida no resucitará. Así pues, a pesar de los aspavientos de Esquerra, mientras el octubrismo siga vivo, mientras la enorme vigencia del referéndum siga viva, el independentismo no se dejará seducir por los cantos de sirena de Pedro Sánchez, quien es un hombre habilidoso, pero excesivamente soberbio. El acuerdo con el PSOE no puede tener un precio que suponga el suicidio del independentismo.