Este pasado sábado hemos sido espectadores de hechos excepcionales, desconcertantes y sobre todo inesperados en la Federación Rusa, en un contexto fuertemente marcado por el escenario ucraniano. Unos hechos directamente vinculados a las crecientes tensiones generadas en los últimos meses entre el jefe del grupo de mercenarios ruso Wagner -Ievgueni Prigojin- con los máximos responsables militares rusos: el ministro de defensa Xoigu, y el jefe de las fuerzas armadas Guerásimov.

Para intentar resumir la extraña situación vivida el sábado, en varios casos se han utilizado citas de Maquiavelo respecto de los peligros que comporta el uso de los mercenarios, sobre todo teniendo en cuenta la poca fiabilidad de estos. Y es evidente que, de nuevo, Maquiavelo lo ha acertado, ya que la revuelta militar "exprés" en la que ha tenido que hacer frente Putin este sábado es resultado, en parte, de un monstruo creado por él mismo y su entorno.

Repasamos, pero, qué decía el genio florentino sobre los mercenarios: "Mercenarios (...) son peligrosos e innecesarios; y si se mantiene su Estado sobre la base de este tipo de ejército, no estará nunca seguro ni firme; ya que están desunidos y son ambivalentes, sin disciplina, desleales, valientes ante los amigos y cobardes ante los enemigos".

Y es que, como decía, Putin está ahora pagando un precio muy alto por haber dejado acumular tanto poder en las manos de un personaje como Prigojin, exconvicto que ha acumulado una fortuna; primero, en el mundo de la restauración y de los caterings y, a posteriori, en el mundo de los mercenarios. Porque aparte de las diversas decenas de miles de mercenarios que controla en el conflicto de Ucrania, Wagner actualmente también tiene tropas a sueldo de varios países africanos (Mali, República Centroafricana, Libia y Sudán) y de Siria.

A pesar de dirigir una de las primeras potencias mundiales y tener la llave del arsenal nuclear mayor del mundo, Putin –y todo el inmenso aparato de seguridad del Estado ruso– fue incapaz de frenar por la fuerza a las tropas de Wagner.

Son muchas las dudas, las preguntas y las incertidumbres que se derivan de unos hechos tanto sorprendentes como anómalos, desde su inicio hasta su fin, en menos de 24 horas.

Pero lo que es más que evidente, y que no puede pasar por alto a nadie, es la proyección de una enorme debilidad por parte de Vladímir Putin y del Estado ruso resultante de todo este asunto.

Por una parte, por el hecho de que, a pesar del contundente discurso pronunciado por el presidente ruso la mañana del sábado, incluidas las amenazas de "brutales" consecuencias respecto de los "traidores" que llevaban a cabo la revuelta militar, Putin fue incapaz de cumplir lo que había dicho, y tuvo que aceptar -la noche del mismo sábado- la mediación del presidente bielorruso Lukashenko cuando las tropas de Wagner se encontraban ya a poco más de 300 kilómetros de Moscú. Un acuerdo que nos ha desconcertado todavía más y que tiene que contener cláusulas que desconocemos y que seguramente lo harían más inteligible.

Pero por la otra, y quizás todavía más grave, porque a pesar de dirigir una de las primeras potencias mundiales y tener la llave del arsenal nuclear mayor del mundo, Putin -y todo el inmenso aparato de seguridad del Estado ruso- fue incapaz de frenar por la fuerza a las tropas de Wagner. Mientras que estos, en cambio, sí que consiguieron en menos de 24 horas la gesta de ocupar militarmente la ciudad estratégica de Rostov del Don, y al mismo tiempo hacer avanzar un importante contingente militar más de 800 kilómetros llevándolos cerca de Moscú, algo simplemente inaudito y que precisa una preparación logística importante que requiere tiempo y medios. Es más, los pocos intentos por parte del ejército ruso de impedirlo por la fuerza resultaron un fracaso, y en el abatimiento –por parte de las tropas mercenarias– de siete aeronaves rusas, entre aviones y helicópteros.

Una muestra evidente de la debilidad en la cual se encuentra en estos momentos el Estado ruso, empantanado en Ucrania e incapaz de reaccionar militarmente a una amenaza interna de primera magnitud.

También sorprende la aparente sorpresa e improvisación con que reaccionó inicialmente el Kremlin, dejando entrever una preocupante falta de información y de recursos de inteligencia sobre su propio país y ejército. Algo todavía más clamoroso cuando en las últimas horas se han filtrado noticias según las cuales la inteligencia americana había detectado, ya desde mediados de junio, varios patrones que indicaban un posible amotinamiento dentro del ejército ruso y habían informado a la Casa Blanca y al Pentágono, advirtiendo de la preocupación por la seguridad del arsenal nuclear de aquel país si se desataba una ola de inestabilidad que afectara a sus fuerzas armadas.

Ahora, si con eso no es suficiente, todavía fue más elocuente lo que todo indica que fue la huida, en torno al sábado al mediodía, de una parte sustancial del Gobierno ruso de la capital rusa hacia San Petersburgo. Algo evidenciado con varios aviones de la flota presidencial rusa dirigiéndose –de manera inesperada- hacia la antigua capital imperial que se encuentra a setecientos kilómetros en el norte de Moscú, en unos momentos donde se desataban las dudas y la alarma en el Kremlin. Y, entre ellos, el avión que habitualmente traslada al presidente de la Federación, Putin, a quien después del mensaje grabado y difundido la mañana de aquel día, se le ha perdido completamente el rastro, a pesar de los esfuerzos de su portavoz (Peskov) para aparentar el contrario.

Es entretenido leer estos días a algunos de los grandes expertos en Rusia que confiesan que, a pesar de llevar décadas estudiando aquel país –y su historia y cultura–  acontecimientos como los de este sábado los hacen tambalearse y dudar de todos sus conocimientos.

La imagen, pues, de un gigante con pies de barro no se escapa a nadie. Como el imperio de los Romanov, que poco tiempo después de celebrar con toda la pompa el tricentenario de su dinastía, se acabaría deshaciendo como un terrón de azúcar en el agua. Sobre todo por causa, también, de las derrotas militares, en este caso las sufridas por el ejército imperial en el frente oriental de la Primera Guerra Mundial.

¿Es este caso el de Putin? Es difícil diagnosticarlo. De hecho, es entretenido leer estos días a algunos de los grandes expertos en Rusia que confiesan que, a pesar de llevar décadas estudiando aquel país –y su historia y cultura- acontecimientos como los de este sábado los hacen tambalearse y dudar de todos sus conocimientos.

Lo que sí que es cierto es que nunca Putin y su entorno se habían encontrado en una situación de debilidad como el actual. Como tampoco es nada claro el futuro de Prigojin, el jefe del grupo Wagner, que en 24 horas ha pasado de poner en la picota en la cúpula del Estado ruso, a autoexiliarse en Bielorrusia. El que sí que parece cierto es que la supervivencia (y no hablo exclusivamente de la política) de los dos personajes, Putin y Prigojin, es incompatible y que, seguramente más bien que tarde, uno de los dos desaparecerá. Si no es que acaban desapareciendo los dos.

Y esta es solo una de las muchas incertidumbres que se derivan de los hechos del sábado empezado por las dudas de si aquel filme surrealista que empezó en la madrugada de Sant Joan –con las tropas de Wagner abandonando Ucrania para entrar en Rusia y ocupar Rostov del Don de buena mañana- realmente se acabó aquella misma noche, o tendrá una segunda parte.