Antes de que Josep Tarradellas / El Prat saliera a las escaleras de la Moncloa el 27 de junio de 1977 y pronunciara su enigmático y a la vez optimista “la reunión ha ido muy bien”, habían pasado meses de contactos subterráneos, gestiones discretas y emisarios que viajaban entre Madrid y Saint-Martin-le-Beau. Tarradellas, que había jurado y perjurado que no volvería a Catalunya si no era para restituir la Generalitat republicana, mantuvo una actitud inflexible: nada de fórmulas nuevas ni de organismos provisionales. Su legitimidad dependía de preservar la continuidad histórica de una institución abolida por la fuerza de las armas en 1939. El presidente Suárez, por su parte, buscaba una fórmula que no desbordara la Transición ni pusiera en peligro el relato de reforma pactada.
Las primeras elecciones democráticas, del 15 de junio de 1977, habían reforzado las expectativas de autogobierno. Los partidos catalanes, mayoritariamente, exigían un gesto inmediato. En este contexto, la reunión Tarradellas-Suárez fue la culminación de un largo proceso de aproximaciones. Los intermediarios (Fernando Abril Martorell, vicepresidente del Gobierno; Rodolfo Martín Villa, ministro de la Gobernación; y colaboradores de confianza del president exiliado) habían pactado las condiciones mínimas: restitución de la Generalitat, reconocimiento del president y negociación posterior de competencias y financiación. El decreto de restauración llegaría a finales de septiembre, y en octubre el president aterrizaba en el aeropuerto de El Prat/Tarradellas y subía al balcón de la Generalitat con la famosa proclama de "Ciudadanos de Catalunya, ¡ya estoy aquí!". El mensaje que quería transmitir era inequívoco: no se trataba de empezar de cero, sino de retomar la historia donde había quedado interrumpida.
Más allá de la carga simbólica, aquel episodio asentó las bases del modelo autonómico y del pretendido papel “singular” de Catalunya dentro del Estado. La frase “la reunión ha ido muy bien” condensaba una estrategia política: hacer creer a la ciudadanía que había esperanza y margen de maniobra, mientras se mantenía en secreto la fragilidad de unos acuerdos que dependían tanto de la voluntad de Madrid como de la cohesión del catalanismo. Aquí, evidentemente, esa frase siempre se ha entendido como una muestra de la gran “astucia” del president. A la larga, ya se sabe: el autogobierno de Catalunya se ha convertido en dependencia competencial y financiera absoluta, sin singularidad de ningún tipo, ni mucho menos reconocimiento nacional. Todos los años del procés certificaron una evidencia cada vez más clara: que la reunión “no había ido muy bien”. Que la Transición, como negocio a largo plazo, no ha ido suficientemente bien.
Cuarenta y siete años después, otro president en el exilio, Carles Puigdemont, se ha sentado cara a cara con el nuevo president de la Generalitat, Salvador Illa. Su antagonista en muchos sentidos, pero también un claro emisario del Gobierno español de turno. No disponemos de ninguna frase equivalente, ni siquiera un prudente “ha ido bien” con el que abrir titulares, salvo algunas referencias obvias al diálogo como “motor de la democracia” (president Illa, el diálogo precisamente se acaba cuando se impone el 155). La reunión, por tanto, se ha celebrado, pero aún nadie ha desvelado su contenido ni su tono. Este silencio puede significar prudencia negociadora, o bien ser indicativo de divergencias irreconciliables, o simplemente reflejar la necesidad de ganar tiempo mientras los equilibrios internos se reconfiguran. Sabemos los antecedentes: Junts está harta de incumplimientos y la confianza está en mínimos.
Si en 1977 se trataba de restaurar una institución abolida, hoy se trata de ver si es posible relanzar un proyecto político que se estancó en 2017
El paralelismo con 1977 es tan tentador como arriesgado. Tarradellas negociaba con un gobierno que había heredado la dictadura y buscaba legitimar una gran reforma; Puigdemont, a su vez, lo hace con un president que es producto del sistema autonómico mismo, pero que no habría podido ser president sin la suspensión de la autonomía (aplaudida por él mismo) y la represión de líderes y ciudadanos independentistas. Por tanto, no nos desviemos: si se trata de retomar un “¿por dónde íbamos?”, como postulaba Tarradellas a Sánchez recordando la República, el “¿por dónde íbamos?” de Puigdemont responde a una república catalana proclamada y suspendida. No a una autonomía que pide más competencias, sino a un proceso de independencia votado por la mayoría y que fue interrumpido por la fuerza. Si se trata de abrir una nueva etapa política, eso debe tenerse en cuenta. Si en 1977 se trataba de restaurar una institución abolida, hoy se trata de ver si es posible relanzar un proyecto político que se estancó en 2017. O, como mínimo, de encontrarle una salida digna.
Para Junts, la apuesta es altísima. El partido no solo juega con la figura de su líder en el exilio, sino con la propia credibilidad ante un electorado que todavía recuerda el desenlace del referéndum y la declaración de independencia frustrada. El retorno eventual de Puigdemont (con todas las condiciones judiciales, políticas y simbólicas que conllevaría) podría abrir una ventana de oportunidad, o bien confirmar el callejón sin salida que ya se vislumbró con el Estatut. A diferencia de Tarradellas, que venía de una abolición tras una guerra y podía ofrecer un Estatut prometedor, Puigdemont ya había superado la etapa de la negociación estatutaria. El pescado estaba vendido, y ya no se podía confiar en reformar nada. Además, tras 2017, su causa (tanto la personal como la del país) se derivó hacia Europa confiando en una salida pacífica y una victoria jurídica. Y es que, como decía, no se trata de si Puigdemont es restituido políticamente. Se trata de si Catalunya, como sujeto político, es restituida.
Ese “la reunión ha ido muy bien” de hace 47 años sirvió para preparar el terreno, infundir confianza y dar sentido a un retorno que parecía imposible. En cambio, hoy la ausencia de cualquier declaración, ni positiva ni negativa, deja el escenario en suspenso. Quizá las negociaciones exigen silencio. Quizá, simplemente, no hay nada que decir. El tiempo dirá si esta reunión ha sido el inicio de una nueva etapa o la confirmación de la enésima decepción. En ambos casos, como se dice, este otoño (por fin) “pasarán cosas”.