El jueves, en el funeral de Maria Dolors Genovès, recordé una de las últimas conversaciones que tuve con ella. Me comentaba mis artículos más críticos y más pesimistas con la evolución y la situación del país y me aceptaba mis razones habida cuenta de lo que estaba pasando y tal y como se comportaban los representantes políticos, pero me advirtió que “no iremos a ninguna parte si no somos capaces de reencontrar el optimismo”. Dolors sabía que le quedaba poco tiempo y me lo repitió como un encargo que no sé si sabré cumplir. "Tenemos que reencontrar el optimismo".

Reflexionando a posteriori, entendí que me recordaba que el optimismo, el optimismo colectivo, es condición sine qua non para salir adelante y que a menudo la crítica pura y dura es la actitud más fácil y cómoda e incluso la más comercial. Jordi Pujol, que siempre combatió el pesimismo, le dijo no hace mucho a Josep Cuní que "el país está triste, hay desbarajuste políticamente y no acabamos de funcionar bien". No le falta razón al president pero estoy convencido de que lo dijo como un llamamiento a ver si los catalanes espabilan. De hecho, él no perdió el optimismo ni en pleno franquismo. Solo hay que recordar su alegato ante el consejo de guerra que le condenó: "(...) formo parte de una generación que sube, de una juventud que va creciendo lentamente...", un ejercicio de optimismo en momentos aún más difíciles que el actual.

Efectivamente, nos encontramos en el viejo dilema planteado hace muchos años por Antonio Gramsci. Se trata de afrontar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. El pesimismo de la inteligencia es inevitable cuando, por un lado, las instituciones del Estado actúan implacablemente contra Catalunya y contra los catalanes, y la reacción política de los representantes catalanes se limita a sacar provecho político de la represión y la injusticia. Esta semana, el discurso catalán era un continuo memorial de agravios con la justicia. El president Puigdemont batalla en los tribunales europeos por su inmunidad: El president Aragonès ha demandado a la exdirectora del CNI y al juez que autorizó el espionaje; El president Quim Torra ha pedido auxilio a la justicia europea por su destitución; el conseller Puig ha sido privado de su voto en el Parlament por el Tribunal Constitucional, y la presidenta del Parlament, Laura Borràs, hace causa política de su procesamiento. Si nos fijamos bien, todos estos casos son derrotas catalanas frente al Estado español, los afectados piensan que proclamándolas conseguirán el favor popular, un error si se observa que generalmente la gente no suele apuntarse caballo perdedor. La represión española es una evidencia y la hostilidad del Estado es un factor constante del problema. Pujol, que nunca ha sido independentista en el sentido estratégico del término, lo dijo también el otro día con Cuní: "España tiene una actitud muy negativa y con eso debemos contar".

Poner el énfasis en evitar la desmovilización equivale a conformarse con mantener como máximo a los que ya están convencidos, cuando de lo que se trata es de incorporar a proyectos atractivos a los que todavía no lo están. Nunca será suficiente resistir si no es a base de construir.

Por supuesto que la represión y la injusticia deben denunciarse y combatirse, pero ninguna causa logrará progresar jamás si se limita al inventario de un interminable memorial de agravios, ni tampoco a la continua autoflagelación por los errores cometidos, por los defectos propios, por el espectáculo de la politiquería alimentada interesadamente por los altavoces mediáticos. Escribe en El Temps Albert Botran Pahissa que “nunca está de más la crítica y autocrítica al proceso independentista, pero el 'todo era mentira' solo lleva a la desmovilización”. Ciertamente, la gente, la sociedad, no era ni es mentira. Replico que la cuestión no es la desmovilización, sino la movilización. Poner el énfasis en evitar la desmovilización equivale a conformarse con mantener como máximo a los que ya están convencidos, cuando de lo que se trata es de incorporar a proyectos atractivos a los que todavía no lo están y difícilmente se apuntará nadie a una causa perdedora. Nunca será suficiente resistir si no es a base de construir.

El gran reto catalán es, partiendo de la base de que la hostilidad del Estado seguirá siendo un factor constante del problema, encontrar las iniciativas proactivas capaces de animar a más y más gente. Si el franquismo no pudo asimilar a Catalunya fue porque la sociedad trabajó por su cuenta y, a pesar de todas las crisis, políticas, económicas y sociales, el país sigue dando muestras de vitalidad que invitan al optimismo. Con todos sus problemas, las universidades catalanas son reconocidas internacionalmente como las mejores del conjunto español, con más científicos y más proyectos publicados; la economía catalana sufre la crisis, pero demuestra su resiliencia diversificándose y modernizándose hasta convertirse en un referente para los inversores; los autores catalanes se traducen más que nunca. También, por qué no decirlo, los y las deportistas de Catalunya desde el baloncesto al waterpolo o el hockey, situados en la élite internacional, revelan una efervescencia de base... Esto es Catalunya, y esto es más real que, como en el mito de la caverna, las sombras que proyectamos —lo escribo autocríticamente— desde el omnipresente espectáculo mediático.

Verdaguer escribió aquello de “lo que un segle bastí, l’altre ho aterra” y que “la tempesta, el torb, l’odi i la guerra al Canigó no el tiraran a terra”. En otro contexto, pero con la misma filosofía, Cambó, en su discurso más conocido, dijo algo tan vigente hoy como hace un siglo: “Pasaremos los políticos aquí presentes, pasarán los partidos aquí representados, caerán regímenes y surgirán otros nuevos, pero el hecho vivo de Catalunya subsistirá"... siempre y cuando seamos capaces de dejar de lamentarnos, de dejar de llorar y de reencontrar el optimismo.