Podría ser esta la divisa de países como España y/o Catalunya, que se dicen a sí mismos que no son racistas. No nos gustan ni negros ni chinos ni moros ni sudacas, pero no somos racistas. Ni mucho menos. ¡Válgame! Racistas, no, ni un pelo. Eso sí, especialmente cuanto más oscuros de piel y más pequeño el bolsillo, menos nos gustan. Los vemos de diferentes colores —como si nosotros no tuviéramos uno—, hablan raro, comen raro y, a menos que sean ricos, parecen piojosos. Pero no somos racistas. Aquí todos somos iguales.

España y Catalunya son dos países racistas. Lo contrario sería imposible. Es la consecuencia de siglos y siglos monocolores y de creer que hemos descubierto a los demás. El hecho de haberlos descubierto nos hace superiores a ellos y, por lo tanto, al ser ellos los descubiertos, son inferiores: tenemos derecho sobre ellos. Como mínimo, tenemos el derecho a menospreciarlos y hasta hace no mucho a poseerlos físicamente, a ellos y a sus territorios. Mandan, entonces, los estereotipos: nosotros, los buenos y civilizados y ellos, los pobres de la tierra.

Hay que decir, para aquellos despistados, que en algunos casos, como es el que mal entendemos por moros (mezcla religiosa y étnica de pueblos desde el Magreb a Indonesia) durante muchos siglos les han dado a los blancos, a los europeos, mil vueltas: la numeración arábiga, sin ir más lejos, que permite los cálculos modernos. Imaginaos enviar a la Luna un cohete con cálculos hechos de números romanos. Sobra hablar de la sofisticada y milenaria cultura china, epítome de las culturas de Extremo Oriente que tanto nos cuesta entender y de la cual tanto aprendemos y todavía tenemos que aprender.

El racismo es, ciertamente, nuestra herencia, abominable, pero herencia; solo con la gran herencia de que todos los hombres y mujeres son iguales el racismo se puede superar, pero no parece una tarea que tenga que tener un pronto final feliz

En cambio, de los subsaharianos, es decir, los negros, y de los originarios de las Américas, los indios, se dirá que eran y son inequívocamente inferiores, pues nosotros los encontramos —descubrimos— a ellos y no al revés. La superioridad tecnicocientífica nos permitió llegar a su casa, pero cosificarlos, aniquilarlos cuando se resistían, expropiarlos y esclavizarlos no es fruto de ninguna minusvalía intelectual suya, como se demuestra, cuando, tratados como seres humanos, disponen de las mismas herramientas que nosotros. En lugar de subirles el nivel, lo que se nos ha vendido como civilización, es decir, una ignominia generalizada de Europa, consistió en animalizarlos, en el mejor de los casos, y todo por el color de la piel.

Al fin y al cabo, si eras clarito, eras bueno, eras de los nuestros; y si eras oscuro, cuanto más oscuro, peor, para ti. La cosa deriva todavía más trágicamente cuando los oscuros o no tan claritos como nosotros son ricos o todavía más ricos que nosotros. Entonces, cuanto más ricos y más claritos, más serviles nos volvemos. Pensemos en los jeques árabes. Cuánta curvatura de cintura delante de sus petrodólares en todos los terrenos: desde las boutiques de lujo a sus negocios, estos sí tan oscuros como muchos de los nuestros. El último campeonato del mundo en Qatar de la mano de la limpísima FIFA sería una muestra bien patente. O como cuando vienen de vacaciones con todo el séquito —poligamia incluida, cosa que es un delito por estas regiones—, no hay problema en hacer de criados suyos y limpiarles sus suciedades. Razón del trabajo: la Costa del Sol o Balears.

Intentos científicos, mejor dicho, pseudocientíficos, pretendían demostrar la superioridad blanca en base al color de la piel. En el siglo XIX unas corrientes científicas (!) argumentaban que, cuanto más grande la cabeza, más grande era el cerebro y, por lo tanto, los individuos cranialmente dotados eran más inteligentes. Método de análisis: de pura idea. Prueba de la teoría: los nativos norteamericanos, los indios vaya, tenían la cabeza grande comparados con los conquistadores blancos. La teoría, claro está, decayó y se olvidó. Y así continuamos con un terraplanismo racial que nada más formularlo, nos tendría que hacer enrojecer como civilización que nos creemos.

En la actualidad, se deja de lado la ciencia (?) y se pasa a la justificación casi jurídica en el comportamiento racista hacia lo que es diferente. Si los oscuros —aquí negros y magrebíes tienen números prácticamente idénticos— se comportan de manera no sumisa, comportamiento que admitiríamos en un hermano blanco (nunca sería un puto blanco de mierda), nos creemos con el derecho a tildarlo de puto negro o moro de mierda. Los campos de fútbol, de todas las categorías, son una buena muestra de ello.

Porque, al fin y al cabo, una cosa es que, para ser políticamente correctos y porque no tenemos otro remedio, cuando nos cruzamos por la calle con un oscuro, tengamos que callar lo que pensamos. Otra cosa, muy diferente, es que el forastero de color —encima creemos que por definición el color hace forastero— se crea con los mismos derechos que nuestros iguales blancos y se enfrente con nosotros, con razón o sin. A nosotros no se nos encara ni Dios y menos un puto negro o un moro de mierda. Eso el racista lo lleva grabado a fuego en el corazón y en la mente.

El racismo es, ciertamente, nuestra herencia, abominable, pero herencia. Solo con la gran herencia de la Ilustración de que todos los hombres y mujeres son iguales el racismo se puede superar. Pero no parece una tarea que tenga que tener un pronto final feliz. Solo hay que observar dónde estamos en el terreno de la igualdad entre hombres y mujeres. Aunque hemos dado pasos de gigante, el horizonte todavía está lejos. Contra la lacra del racismo no creo que vayamos mucho más deprisa.