Que ser católico —o cristiano, a grandes rasgos— no es una ideología política, sino una creencia mucho más profunda y vertebradora, estos días se hace más evidente que nunca. La fe vivida, el sistema de valores que se desprende de la doctrina de la Iglesia, y la interiorización y digestión del Evangelio hace frontera con la ideología y, por lo tanto, puede manifestarse políticamente. Pero, en este caso, la expresión política es una costra superficial y limitada para expresar la transformación radical —intelectual, emocional, espiritual, actitudinal— que supone la conversión cristiana. Por su magnitud y profundidad, y por el modelo vastísimo en todos los ámbitos de la vida que ofrece Cristo, aunque nuestra fe pueda tener una traducción concretable en unas políticas determinadas, no hay un partido político que las capitalice todas. O que capitalice todos y cada uno de los intereses que podemos tener como cristianos, sobre todo teniendo en cuenta que la Iglesia es diversa y que acoge manifestaciones de la espiritualidad —todas ellas católicas— diversas. O que la mayoría hemos asumido que convertirse en un mero lobby, o un partido como otro cualquiera, es rebajar el legado que hemos recibido a las cosas del mundo.
Esto no significa que los católicos sean o estén llamados a ser apolíticos: ni están llamados a ello, ni lo son. En general, sin embargo, debería significar que un católico es menos predecible de leer en función del partido con el que el católico en cuestión se identifica, porque las raíces de su pensamiento son más profundas de lo que el argumentario de un solo partido puede manifestar. Y porque la política articula las dinámicas del mundo, y la fe siempre le supondrá un punto ciego. En función de cómo se mueva el péndulo político global, a la luz del mensaje de Cristo que la Iglesia está llamada a preservar, un católico es visto como demasiado conservador en algunas cosas y como demasiado progresista en otras. Hoy, por ejemplo, la doctrina social de la Iglesia o la voluntad de proteger al inmigrante que ya está aquí peca de exceso de wokismo a ojos de quien está dispuesto a ver wokismo en cualquier marco de pensamiento que le obligue a salir un poco de sí mismo. En un sentido similar, la moralidad que se desprende de la propuesta sexual de la Iglesia, para otros, es de un reaccionarismo que nos devolverá a las cavernas.
A veces la derecha se pondrá el nombre de Cristo en la boca y a veces lo hará la izquierda, y será tarea de quienes creemos en Él como Hijo de Dios y no como instrumento ideológico al servicio de la política hacer el ejercicio de poner distancia y comprender cuál es nuestro sitio
Esta ambivalencia, que a menudo se manifiesta en una dificultad personal para decidir qué política es la que se alinea más con la creencia, puede hacer sentir al católico que siempre que deposita la papeleta en la urna está renunciando a defender una parte de sus intereses. En realidad, sin embargo, esta adversidad no es una mala noticia: es una muestra de que Dios está por encima del tiempo, que el Cielo planea por encima de la tierra y que, si bien a través de la vida pública se puede hacer mucho Bien, estamos llamados a otra vida. El Evangelio es un pozo de ideas fértil, sólido y atemporal, y la Iglesia es la encargada de que esto siga siendo así porque, el día que caiga la última moda ideológica, el hombre todavía tenga la posibilidad de acercarse a Dios y de interiorizar las Escrituras. Mientras esto sea posible, la Iglesia estará haciendo el trabajo que está llamada a hacer.
El péndulo del mundo se ha movido y nosotros no, y ahora parece increíble que sean los obispos de EE.UU. quienes tengan que salir a recriminar a Trump las consecuencias inhumanas de la aplicación de sus políticas migratorias, pero no lo es. El caso de la nave B9 de Badalona es diáfana y ejemplarmente demostrativo de la ambivalencia a la que me he querido referir, porque muestra la compatibilidad de pensar —si se da el caso— que es necesaria una determinada regulación de los flujos migratorios y de creer, al mismo tiempo, que el trato institucional que se ofrece a los inmigrantes que ya están aquí y viven en condiciones precarias —o el señalamiento indiscriminado de ciertos colectivos— es degradante, deshumanizador y, por tanto, deben poder ser asistidos y acogidos en una parroquia. La posibilidad de no permanecer pasivo ante el sufrimiento ajeno, vamos, o de renunciar a ver a alguien como poco más que un animal. El mundo irá y volverá; a veces la derecha se pondrá el nombre de Cristo en la boca y a veces lo hará la izquierda, y será tarea de quienes creemos en Él como Hijo de Dios y no como instrumento ideológico al servicio de la política hacer el ejercicio de poner distancia y comprender cuál es nuestro sitio. Mi experiencia haciendo este ejercicio es que la tradición y la fe, sea cual sea el momento político, siempre me salvan de quemarme.