Siguiendo la polémica de la supresión de la mayoría de acentos diacríticos emprendida por la Sección Filológica del Institut d'Estudis Catalans me dio sed. Crecí en un ambiente familiar en el que el alcohol era bastante tabú por motivos entre religiosos y moralistas. El hecho de vivir en Estados Unidos, en un ambiente concreto, acentuó relativamente este tabú, aunque las sinagogas americanas dispensan alcohol generosamente. En cualquier caso, cuando tengo sed bebo agua.

Sin embargo, tengo la suerte de vivir en Barcelona donde el alcohol disfruta de una saludable reputación. Y pensé que, ante la masacre diacrítica, podía recurrir al noble arte de privar con el fin de olvidar que los académicos nacionales no tienen modelo normativo de lengua. La curiosidad, antes de que la turca me hiciera perder la concentración, me empujó a consultar el Diccionario Català-Valencià-Balear de Alcover i Moll, nuestro Alcover. Por descontado, privar aparece en su acepción del argot malhechor, bien ilustrado con un fragmento de Vallmitjana: "Al cantu en la tabernosa m'he privat una copanyis de mostu", eso es: "En la taberna de al lado me he bebido una copa de vino". En el Diccionario del Institut d'Estudis Catalans, nuestro diccionario normativo, privar sólo evoca calamidades: hacer que alguien no tenga, prohibir, desposeer.

Tanto la desaparición de los diacríticos como la ausencia de palabras de uso común en nuestro diccionario normativo son síntomas de los problemas que tiene la Sección Filológica del IEC

Tanto la desaparición de los diacríticos como la ausencia de palabras de uso común en nuestro diccionario normativo son síntomas de los problemas que tiene la Sección Filológica. Ahora no es necesario evocar las discusiones que han precedido la decisión de mutilar los diacríticos o los líos lexicográficos que se suceden cada vez que se habla de ampliar y actualizar el diccionario normativo. El gran problema que aflige a la academia nacional del catalán es la falta de compromiso con un modelo normativo para la lengua catalana.

De un tiempo a esta parte, siendo poco fabriano me he visto empujado a considerar al modelo normativo de Fabra como la presa que nos separa de las aguas torrenciales de la asimilación y liquidación del catalán ante la fuerza del castellano. Es cierto que el modelo normativo que se acabó imponiendo no es del todo fabriano y que se llegó a un compromiso ante los agrios debates y polémicas lingüísticas que se produjeron en los decenios de 1910 y 1920. Con todo, ha sido el modelo normativo que ha permitido contener la castellanización del catalán. Hay que decir que una de las consecuencias ha sido también el exterminio de variedades dialectales -como la mía, el gironí- que fueron percibidas como una anomalía que había que uniformar y que no tenía derecho a existir. Es el precio que se ha tenido que pagar para tener un catalán estándar barcelocéntrico que nos salvara de los dardos y los hondazos castellanos.

Ser fabriano hoy se ha convertido en una necesidad. Los apóstoles del catalán light—como aquellos del decenio de 1980- salen hoy de las gonelas del estándar. Nos van introduciendo pequeños detalles de castellanización ante los puntos mal resueltos por Fabra y los compromisos del IEC primigenio. Nos sueltan el lo, nos cuelan palabras castellanas de uso (demasiado) frecuente. Nos hablan de simplificar la ortografía, nos quieren flexibilizar la gramática. La respuesta de nuestros académicos nacionales, filólogos con una nula capacidad comunicativa en el siglo XXI, es errática y defensiva. Se fortifican dentro de su institución. Nos blindan un modelo de diccionario, nefastamente heredado de Fabra, y se niegan a enriquecerlo con palabras genuinamente catalanas, o con la creativa polisemia de nuestros escritores. Por otra parte, emprenden debates y cambios lesivos, como el de los diacríticos, por la mala conciencia frente a los críticos y apóstoles del nuevo catalán light.

Emprenden debates y cambios lesivos, como el de los diacríticos, por la mala conciencia frente a los críticos y apóstoles del nuevo catalán light

De la misma manera que acabamos desterrando el bussón y el sellu, fracasamos para erradicar entregar y disfrutar. Los compromisos y los miedos todavía nos arrastran a sentirnos profundamente incómodos con la construcción el que, cuando realmente querríamos decir lo que. Nos ha faltado maña y voluntad arqueologista a la hora de querer recuperar las palabras que nos corresponden, sacadas de nuestra literatura medieval. Si somos capaces de incorporar el alto volumen de anglicismos que incorporamos, tenemos que ser capaces de mirar hacia nuestros propios referentes. Los críticos y apóstoles del light blandirán el uso social de las palabras y construcciones gramaticales como discriminador máximo de lo que debe ser catalán o no. Olvidan que la normalización del catalán fue —y es todavía- una gran operación para cambiar el uso social hasta que éste sea normal. Es una tarea que no ha finalizado y que significa separar entre lo que es correcto e incorrecto según el estándar y el modelo de lengua que hemos construido para el catalán.

Con la errática inconsistencia de la Sección Filológica del IEC, la supresión de los diacríticos cuestiona el modelo vigente. La nueva gramática del IEC, con la excusa de que es descriptiva, acabará de enterrar al modelo fabriano. Pero al mismo tiempo no se vislumbra alternativa alguna. Paradójicamente, el diccionario normativo se encuentra blindado en el fabrismo más tronado y ramplón, y se sigue resistiendo a la influencia del Alcover —mucho más diccionario que el propio DIEC. Si tenemos que reclamar apertura y relajación del modelo de lengua, hay que garantizar que eso se realice a partir de unos parámetros estables, sólidos y claros. Todo compromiso es y será necesario. Sin embargo, la existencia tanto de un modelo como de un estándar es indispensable para la supervivencia y salud del catalán.

Esperando, privamos.