Parece que los partidos que durante mucho tiempo han sido secuestrados por una corrección política mal entendida —o por un cálculo político realizado sin ninguna idea de país fuerte detrás— empiezan a ensanchar el marco de sus discursos. Y los ensanchan porque, hasta cierto punto, ya empieza a ser inevitable hacerlo. En el primer debate de política general que afrontó Pere Aragonès en solitario, mencionó la Catalunya de los 8 millones de habitantes (aunque entonces todavía no había llegado) e intentó desplegar una previsión de futuro con tono, sino triunfalista, más bien jubiloso. Hace un par de días, en una entrevista para esta misma casa, Oriol Junqueras explicó que "hoy, la Catalunya de los 8 millones convive con problemas enormes como el acceso a la vivienda, el funcionamiento del transporte público, las matrículas universitarias y las plazas disponibles... En una Catalunya con 10 millones, estos problemas serían mucho más intensos".

Que de la candidez de Aragonés en el Govern —siendo el estereotipo de izquierda Netflix desconectada y desarraigada del lugar donde gobierna— a la claridad de Junqueras hay un viraje discursivo es más que evidente. El debate migratorio y el debate demográfico están en el centro de la conversación de una manera tan explícita que no hay margen para mirarlos de reojo, que es lo que todas las políticas del mientras tanto que se hicieron desde el retroceso del diecisiete pretendían. Pero los republicanos no protagonizan este viraje en solitario. Desde Junts, un partido que hace años que tiene dificultades para construir un discurso sólido y estructurado propio que explique el país más allá de Puigdemont, parece que ahora también quieren abrir esta puerta. Francesc de Dalmases tuiteaba este lunes: "Catalunya comienza el curso con el peor dato de alumnos matriculados en I3 de este siglo. En diez años se ha reducido un 25%. A esto sumad que somos más de 8 millones en un país preparado para 6 millones mientras hay irresponsables que hablan de ser 10 millones. Preservar la nación con estos datos y sometidos a España es inviable". En este análisis hay que añadir al menos una parte de la CUP capitaneada, sobre todo, por el sector de las comarcas gerundenses. En una entrevista en esta casa, Guillem Surroca y Jordi Casas explicaban que “hay que cuestionar la Catalunya de los 10 millones cuando el país se cae a pedazos”.

Una parte de la clase política ha ignorado la cuestión migratoria y demográfica reiteradamente y, además, ha velado para que quedara fuera de la conversación pública

Parece que, finalmente, empieza a tomar el discurso de que el crecimiento sin destino ni propósito no es, necesariamente, un horizonte positivo. Y no lo es, sobre todo, cuando no tienes el país preparado para atender sus consecuencias. Este viraje señala un par de tics cínicos. El primero, el de aquellos partidos que llevan décadas alimentando el modelo económico y político-intelectual que nos ha llevado al final de la calle hoy. Y que, de hecho, se empeñan en hablar de la Catalunya de los diez millones de habitantes como si todo lo que nos llevará allí hubieran sido decisiones tomadas por el PSC. El PSC solo quiere anotarse el punto como si el crecimiento furioso fuera sinónimo del éxito de su gobierno. No se sabe si por miedo, por dejadez o por la pereza de tener que idear un discurso que pueda resistir de verdad la tentación de la extrema derecha, una parte de la clase política ha ignorado la cuestión migratoria y demográfica reiteradamente y, además, ha velado para que quedara fuera de la conversación pública. Ahora parece que oponerse a la Catalunya de los diez millones les permite hacer algún tipo de oposición real al Govern de Illa, pero, a la hora de la verdad, más allá del afán confrontacional postizo, sobre todo en Junts y ERC —que son quienes comparten modelo económico con el PSC— no hay una voluntad real de repensar el país a fondo, ni de escrutar los mantras ideológicos que nos han llevado hasta dónde estamos. Junts (o Convergència) ha estado en el Govern treinta y siete de los últimos cuarenta y cinco años, pero la asunción de responsabilidades no es su fuerte, ni siquiera de puertas adentro.

El segundo tic cínico es el de poner sobre la mesa ahora —ahora— que el crecimiento desmedido de los habitantes de Catalunya pone al país, un país con unas herramientas de integración en la catalanidad limitadas y a menudo saboteadas, en condiciones severas de descatalanizarse. No hace falta caer en relatos conspiranoicos de sustitución planificada para ver que el modelo de crecimiento actual beneficia el modelo de país regionalizado y desnacionalizado del PSC porque, en las condiciones actuales, en muchos lugares donde los catalanohablantes habituales ya no son mayoría, el inmigrante se integra eminentemente en la españolidad. Y donde los catalanohablantes habituales son mayoría, a menudo, también. Que sea ahora que según quien se dé cuenta de que siendo una comunidad autónoma sometida a España no disponemos de las herramientas de las que disponen la mayoría de estados del mundo para lidiar, desde la posición ideológica que sea, con la mayoría de cuestiones con las que lidian los estados, es un teatrillo que ya no se traga nadie. Hicimos un procés de independencia que acabó en nada, y ahora querríamos gobernarnos como si fuéramos independientes y no podemos. Mira por dónde, chaval.

El problema de llegar tarde es que la extrema derecha va por delante. No hace falta ser la farola más luminosa de la calle para saber que hay determinados temas con los que la extrema derecha marca la agenda política y que, sabiéndolo, es mejor que determinadas cuestiones no te pillen desprevenido. Ahora tenemos al electorado lleno de gente que piensa que Aliança Catalana es un mal menor porque, bueno, hay determinados temas de los que “al menos alguien habla”, como si ese alguien no estuviera hablando de ello de una manera muy concreta —señalando a unos grupos determinados de inmigrantes como culpables de todos los males del país, por ejemplo. La mirada cortoplacista de los partidos del procés y la presión de la parte más acomplejada nacionalmente de la izquierda catalana facilitó que se abandonaran aquellas cuestiones consideradas, digamos, puntiagudas, y que hoy quererlas tocar sea visto bajo la sombra del oportunismo político. Da la sensación de que los partidos del procés, todavía hoy, van a remolque del país, cuando en realidad deberían hacerse fuertes para poder llevar al país allí donde dicen que quieren. El discurso nacionalista hacia el que ahora viran, si no va acompañado de una enmienda de los errores, de una cierta visión de futuro y de un estrecho contacto con la realidad del país, se convertirá en una especie de procesismo de prórroga.