Ahora que se cumplen cinco años del referéndum del 1 de octubre, parece evidente que para la mayor parte de las personas —aquellas que usan la cabeza para algo más que para llevar un sombrero en verano—, la decisión de judicializar el conflicto político con Catalunya se les antoja como una de las peores salidas por la que optó el gobierno de Mariano Rajoy en unos momentos en que reinaron, nunca mejor dicho, los ardores patrios, en lugar de la sensatez propia de los estadistas.

La judicialización de la política —en este caso del conflicto abierto con Catalunya— fue una mala idea por una serie de factores que no fueron tenidos en consideración, pero que, transcurridos cinco años, se hacen más visibles día a día.

Entre los factores más negativos, o que hablan en contra de esa irresponsable decisión, se encuentra el que para mí resulta esencial: no se tuvo en consideración la irreversibilidad que tal cesión de competencias por parte de los políticos implicaba y ello es así porque, a partir de endosarles el problema a las altas instancias jurisdiccionales españolas, ya la desjudicialización solo dependerá de éstas y no de los políticos.

Pensar, o hacer creer —como pretenden algunos—, que es factible desjudicializar el conflicto por mera voluntad o decisión política es tanto como no conocer la realidad y esencia de esas altas instancias jurisdiccionales o, peor aún, solo responde a un nuevo intento de engañar a la ciudadanía sobre algo que no solo no sucederá, sino que ni tan siquiera se intentará porque, en el fondo, todo político medianamente informado sabe que no podrán conseguirlo.

El poder es algo que, cuando se cede, en algunas ocasiones fácil e irresponsablemente, luego se tarda mucho en recuperar o, simplemente, nunca se consigue hacerlo.

Solo desmontando los procedimientos, consiguiendo el respaldo judicial europeo y aferrándonos a una legalidad que ni comprenden ni aceptan pero que está ahí —la europea—, se podrá alejar el conflicto de unas manos que no están preparadas para las artes de la política

Para que nos aclaremos: las altas instancias jurisdiccionales, como he dicho en más de una ocasión y se está viendo, por ejemplo, con los fallidos intentos de renovación del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial, tienen agenda propia y un ideario político específico ajeno a cualquier interferencia y control por parte de la clase política, por mucho que en algunas ocasiones intereses y discurso coincidan entre la derecha, la extrema derecha y esas altas instancias jurisdiccionales.

No nos confundamos: la confluencia de discursos o de momentáneos intereses comunes no implica que se comparta la misma agenda y eso es lo que ocurre entre los partidos de la derecha y las altas instancias jurisdiccionales españolas… serán compañeros de viaje solo en aquellos trayectos de la ruta en que a esas altas instancias les interese, pero no a lo largo de toda la travesía.

Era obvio, y así lo entendimos algunos cuando comenzó este proceso unidireccional, que las altas instancias jurisdiccionales no renunciarían nunca al poder que se les transfirió de forma irresponsable, desde el mismo momento en que se decidió dar una respuesta judicial —represiva— a un conflicto político y a actos que no eran, ni son, nada más que el legítimo ejercicio de derechos y libertades garantizados no solo en la Constitución española, sino, también, en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y en una serie de otros instrumentos internacionales… tal cual lo han ido entendiendo las distintas justicias ante las que los exiliados han comparecido con éxito en estos cinco años.

La dinámica generada a partir del abusivo ejercicio del poder conferido es lo que hemos estado viendo en estos cinco años y, ante ella, diversas han sido las posturas de los afectados, no así las del pueblo catalán que, mayoritariamente, ni ha pactado una rendición ni se ha dejado intimidar ni, mucho menos, ha buscado soluciones y salidas a la medida de sus particulares intereses.

El conflicto entre España y Catalunya claro que tiene solución, una solución política siempre que haya, por un lado, voluntad y, por el otro, decisión; sin embargo, para llegar a ese plano antes habrá que solucionar el problema judicial que impide que las partes puedan, libre y soberanamente, encontrar la mejor solución desde un plano de igualdad y no de sometimiento.

Aunque pueda parecer lo mismo la desjudicialización de la política que solucionar el problema judicial que la afecta, la verdad es que no lo son, más bien son dos formas diferentes de abordar la salida del conflicto: la primera, imposible, como ya he dicho, y la segunda, posible si se trabaja y, sobre todo, se va desbrozando tanta maleza que es la que impide ver el auténtico problema que no es otro que el ejercicio antidemocrático del poder, a través del uso y abuso del derecho, como instrumento represivo en lugar de como garantía democrática.

Solo en la medida en que se resuelvan los litigios ya existentes y las respuestas sean claras y contundentes respecto a cómo se ha reprimido y abusado del derecho, se podrá reconducir una situación que, para solucionar el conflicto, requiere regresar a la esfera de lo político sin la constante espada de Damocles que representan unas altas instancias jurisdiccionales dispuestas a todo, con tal de perpetuar una imagen en blanco y negro de la realidad.

Dicho de forma más clara: solo desmontando los procedimientos, consiguiendo el respaldo judicial europeo y aferrándonos a una legalidad que ni comprenden ni aceptan pero que está ahí —la europea—, se podrá alejar el conflicto de unas manos que, incluso por formación, no están preparadas para las artes de la política en las que dos más dos no siempre suman cuatro.

En cualquier caso, si es evidente que fue un error judicializar la política, lo que parece claro es que será otro error o una engañifa pensar que el proceso es reversible por mera voluntad de los diversos actores políticos. No, el poder de resolver el conflicto político, una vez cedido, solo se recupera al final del recorrido judicial y ello solo sucederá si las cosas se hacen bien, con paciencia, serenidad y, sobre todo, con una estrategia clara basada siempre en aquel marco jurídico en el que menos cómodos, más bien incómodos, se encuentran.

Tras cinco años del 1-O, parece evidente que la respuesta a la judicialización de la política no se encontrará en España ni en sus tribunales y ello por una razón muy sencilla: son parte del problema, no de la solución.