La prisa es aquello que nos autoexigimos cuando nos parece que los de nuestro alrededor van más rápidos que nosotros. Si les preguntáramos, probablemente ellos dirían lo mismo: que corren porque nos ven a nosotros más adelante o con el aliento en la nuca y no quieren perder comba. Y así tendemos hasta el infinito, en una espiral centrifugadora. La prisa se contagia y además no tiene frenos, como las bicicletas de Ámsterdam.

En ningún sitio dice que por ir más de prisa se llega antes al objetivo. En todo caso, claro está, primero habría que definirlo, el objetivo, porque a menudo llevamos el cohete en el culo sin saber demasiado bien a dónde vamos o el porqué de tanta velocidad, como empujados por una inercia desconocida y cuando queremos abrir los ojos ya casi no recordamos ni de dónde veníamos. Una vez estás arriba de la montaña rusa, bajar no es fácil. Cuando menos, hacerlo sin marearte y quedando de pie.

Incluso en las cosas más cotidianas queremos correr y nos cambiamos de cola en el supermercado porque la del lado dirás que avanza más para, total, acabar llegando al mismo tiempo a la caja. La dinámica de la sociedad parece que nos obligue a ir corriendo a todas partes y cuanto más ocupada estés, más pedigrí tendrás. Como si solo contaran la cantidad y la rapidez, desterrando la calidad y un concepto clave: tiempo. Tiempo de vida, tiempo para respirar. Para distraerse. Para el silencio.

Lo curioso de la prisa es que solo nos damos cuenta de ella cuando nos paramos. Pasa como con los sueños, que si no nos despertáramos no sabríamos que los hemos tenido. Y entonces algunos todavía —tristemente— la echan de menos porque no nos han enseñado a parar. Conviene que el engranaje repose. Detenerse y parar el ansia. Bajar las revoluciones. Eliminar la morralla. Marcar los límites de nuestro bienestar interior. Plantar cara a la dictadura de la prisa y que el tiempo escogido para vivir tenga vida (y no velocidad). La única carrera que importa es la de no ser los primeros. Hay bastante con ser una misma.