Nunca me ha interesado la defensa gremial de la profesión periodística conociendo tantas y tantas miserias, pero el caso del diputado Dalmases abroncando a una colega no tiene defensa posible. Las amistades peligrosas de Laura Borràs le han vuelto a jugar una mala pasada, porque si lo que pretendía Dalmases era proteger a la presidenta del Parlament, lo que ha conseguido ha sido todo lo contrario, así que los dioses libren a la presidenta de sus amigos, que de los enemigos ya sabe defenderse sola.

Dicho esto, me ha sorprendido positivamente la reacción y la denuncia del hecho, porque no es muy habitual tanta osadía periodística. A veces quienes suelen ejercer su poder no solo con broncas, sino a base de amenazas, generan tanto miedo que incluso les ríen las gracias. Sin ir más lejos, el miércoles en Catalunya Ràdio, no sé con qué criterio, dieron barra libre para pontificar sobre el derecho de los periodistas a no ser amenazados al campeón de los energúmenos que circulan por aquí, conocido como autor de la frase “te juro que no voy a parar hasta joderte”. Alucinante.

Resulta preocupante comprobar que la denuncia de los abusos de poder y la solidaridad gremial depende sobre todo de quién amenaza y no de la víctima. Con según quién el atrevimiento es mucho menor. Cuanto más poder tiene el energúmeno, menos se denuncian sus abusos y menos solidaridad recibe la persona amenazada por miedo a las represalias. La cuestión es ¿por qué los periodistas tienen tanto miedo?

Obsérvese que el caso Dalmases ha trascendido porque el escándalo que organizó el diputado fue tan estridente que llegó a oídos de mucha gente. Gracias a su incontinencia, el hecho se ha dado a conocer, pero ha sido al cabo de quince días y porque otros periodistas valientes, como Sara González, han tirado del hilo. Y todo el mundo ha sido respetuoso con la decisión de la periodista intimidada de mantenerse en el anonimato. Después han salido informaciones de otros colegas que también dicen haber sufrido presiones e intimidaciones, pero también esconden su nombre. Hemos llegado a un punto de que cuando un periodista adquiere fama de "conflictivo con el poder" lo tiene negro, incluso entre los compañeros puestos en evidencia por su silencio. David Jiménez, que fue director de El Mundo, renunció porque no aguantaba tanta miseria humana, y lo escribió en un libro imprescindible, donde también procuró no comprometer a los compañeros ocultando sus nombres auténticos. Nadie se solidarizó con él, más bien lo denigraron.

La independencia de los medios es una necesidad democrática, pero aquí y ahora ha quedado como un recuerdo del periodismo romántico, de cuando las empresas vivían de su credibilidad y del apoyo de sus lectores

Siempre ha habido una relación tóxica de los medios con el poder político y económico, pero en los últimos años y en este país esta dependencia se ha convertido en connivencia. Se exige mucho a los medios públicos y se denuncia su sumisión al poder, cuando los profesionales de estos medios son los únicos que de vez en cuando denuncian los abusos y pueden hacerlo porque se sienten más protegidos que los colegas de los medios privados. Los medios privados dependen aún más del apoyo financiero que directa o indirectamente les suministra el poder político. Bien a través de subvenciones o propiciando operaciones financieras de los bancos y las empresas del IBEX. Y claro, quien paga manda, y hemos llegado a un punto que lo de quien paga manda lo tienen los profesionales muy interiorizado porque saben que la empresa que les paga el sueldo depende más del apoyo que recibe del poder que del servicio a sus lectores y en caso de conflicto, quien se juega el empleo es el periodista y si lo pierde es probable que no encuentre nunca más.

Con el cambio tecnológico, las empresas convencionales, sobre todo los diarios, han perdido dos terceras partes de su negocio. Cualquier empresa de cualquier sector no podría aguantar en estas condiciones, pero los medios son una excepción. Ya no viven de lo que venden. Salvo algunas excepciones de medios cooperativos que malviven exclusivamente de sus suscriptores, los medios convencionales no podrían sobrevivir sin las subvenciones o sin los créditos decididos políticamente. O sin las concesiones de emisoras de radio o televisión que siempre, siempre, siempre son fruto de una transacción política. Con la pandemia todo el mundo salió perdiendo, pero una de las primeras decisiones del Gobierno fue subvencionar las televisiones privadas con 15 millones de euros por la pérdida de anunciantes.

Hubo un momento en que la triste realidad se hizo más evidente que nunca. Entre diciembre de 2013 y febrero de 2014 fueron destituidos los directores de los tres diarios más importantes de España. El País, El Mundo y La Vanguardia. Y los tres diarios hicieron un evidente cambio de línea editorial. Lo significativo fue el caso del diario El País, porque es un diario muy bien hecho que para una generación ejerció de referente moral del periodismo. El País pasó de ser un diario digamos más bien progresista a defender al Gobierno de Rajoy hasta el punto de ensañarse con Pedro Sánchez cuando se negó a facilitar la investidura del candidato del PP. No lo entendieron los lectores ni buena parte de sus colaboradores, pero una auditoría había llegado a la conclusión de que la sociedad se encontraba en causa de disolución y necesitó un rescate financiero multimillonario, que recibió de Banco Santander, Caixabank y Telefónica. Se publicó entonces y nadie desmintió que la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría intervino de forma determinante para facilitar la operación. Pasó el tiempo, Pedro Sánchez fue descabalgado, después fue resucitado por las bases del PSOE, y más adelante presentó una moción de censura a Rajoy. Antes de la moción, El País recibió la propuesta de Gobierno de Pedro Sánchez con el apoyo de Podemos y otras fuerzas de izquierdas con un editorial titulado “Un gobierno inviable”. Pasaron pocos días, cambiaron al director y cuando Pedro Sánchez superó la moción de censura y asumió la presidencia del Gobierno, El País lo recibió con un editorial titulado “Un buen gabinete”.

La independencia de los medios es una necesidad democrática, pero aquí y ahora ha quedado como un recuerdo del periodismo romántico, de cuando las empresas vivían de su credibilidad y del apoyo de sus lectores. Aquí y ahora el cuarto poder ha desaparecido. Ryszard Kapuściński, otro referente moral, publicó un opúsculo titulado “Los cínicos no sirven para ese oficio”. Ahora, lo difícil y menos habitual es practicar el oficio sin cinismo. Pronto volveremos a oír aquella frase de “no le digas a mi madre que soy periodista, ella cree que toco el piano en un burdel”.