Esta semana sabíamos (y celebrábamos) que el Tribunal Supremo de Israel derogara la ley urdida por Benjamin Netanyahu con la intención de controlar el poder judicial de su país. A su vez, hemos seguido azorados el vodevil de las disputas de Donald Trump con los altos tribunales de numerosos estados de los EE.UU., unas causas pendientes que el aspirante a volver a la Casa Blanca utiliza muy hábilmente para situarse como el centro de una hipotética caza de brujas tramada por los jueces progres de yanquilandia (con mucha habilidad para enredar el juego de la política, Trump ha conseguido acelerar la regulación de los caucus en estados como Nevada para conseguir el nombramiento republicano, previamente a cualquier sentencia en sus decenas de casos por resolver). Los aliados políticos más sólidos del planeta, en definitiva, viven una época difícil de conciliar con los ideales de Montesquieu.

El trasvase (y la lucha) de competencias entre los poderes judicial y ejecutivo tienen una primera víctima colateral. A las democracias de Occidente, el poder legislativo subsiste como una rémora idealizada del pasado; podéis hacer un ejercicio bien simple y fijaos cómo, en el campo periodístico, la actualidad parlamentaria resulta prácticamente inexistente (se habla de los votos necesarios para aprobar una u otra ley, es cierto; pero del poder de una cámara para deliberar o enmendar la acción de un ejecutivo ya no habla ni el tato). En el caso de Israel y de los Estados Unidos, la cosa no es ninguna sorpresa; a falta de una constitución estricta, el Supremo de Israel siempre ha hecho el posible para obrar de contrapeso a los gobiernos más radicalizados del país. A su vez, la politización de la justicia en los EE.UU. forma parte de un plano ancestral republicano para decantar los miembros y la doctrina del Supremo hacia posiciones fundamentalistas.

Esta locura entre políticos y jueces tiene pinta de acabar desastrosamente para la mayoría de democracias del mundo

Como cualquier fenómeno global, esta tensión politicojudicial nos toca muy de cerca. En Catalunya, empezó cuando Rajoy entrega la gestión del Procés a los magistrados y regala la resolución política del conflicto catalán al juez Marchena (mientras vacía la Generalitat de poder a través del 155, consiguiendo la sumisión total de nuestros actuales líderes políticos). Cuando los jueces tienen la testosterona por los aires y se sienten portavoces de la unidad de España, Sánchez les declara la guerra con los indultos y la amnistía; puestos a acercarse al paraíso de la autocracia, y como hemos visto hace bien pocos días con su último decreto ley, el socialista también se ha especializado a saltarse la vía de la cosa parlamentaria a base de convertirse en el presidente que más ha utilizado las normas directamente emanadas del ejecutivo (los decretos tienen que aprobarse en el Parlamento, pero acostumbran a ser batiburrillos pensados para que cuesten de enmendar).

Políticos contra jueces. Jueces contra políticos. Este será el eje central de la lucha por el poder que veremos en la mayoría de democracias (o pseudoestados liberales) durante la próxima década, y es una pugna que puede tener efectos nada menores como el posible cese de hostilidades en Gaza o el retorno de Donald Trump al despacho político más determinante del mundo. En España, como pasa siempre, todo adquiere un tono un tanto más barroco. Hay que recordarlo de nuevo: cuando, a través del ministro Bolaños y haciendo gala de su maquiavelismo más afilado, Pedro Sánchez ofrece la posibilidad de que los tribunales españoles puedan apelar al TJUE por cuestiones prejudiciales, lejos de ofrecer a los mismos jueces el sello de garantía europeo, lo único que pretende es humillar a las togas de nuevo, restándoles autoridad y soberanía. Si los magistrados, en definitiva, quieren dinamitar la amnistía caso a caso, tendran que currarselo de lo lindo.

El desgaste del poder legislativo (la cosa también toca a Catalunya: ¡si sabéis de alguna cosa importante que haya pasado en el Parlament desde el 2017, ¡silbad!) y esta locura entre políticos y jueces tiene pinta de acabar desastrosamente para la mayoría de democracias del mundo. La guerra no hará más que radicalizar las posiciones de quien quiere un ejecutivo cada vez más autocrático y nos verterá a un poder judicial que tenderá necesariamente a la arbitrariedad. De momento, y no llevamos ni una semana de año, este 2024 pinta bastante negro, en términos de separación de poderes.