Siempre se repite que si Shakespeare viviera entre nosotros escribiría guiones de televisión. Se dice eso, claro está, a pesar de los aires de boutade, no pensando en la morralla que, en general, salvo dignas excepciones, ocupa el grueso de las programaciones, sino sobre todo teniendo en cuenta la capacidad imaginativa, la complejidad estructural, la solidez de algunos personajes arquetípicos y la profundidad de los guiones de ciertas ficciones seriales de la mejor televisión global, como The Wire o Los Soprano, por mencionar sólo dos casos indiscutibles.

Personalmente, no me atrevería a invocar el nombre de Shakespeare tan gratuitamente como a menudo se hace, aunque en el caso de las producciones de David Simon está más que justificado. Sin embargo, no es exagerado pensar que algunas series constituyen, actualmente, una guía analítica de los mecanismos de poder contemporáneos comparables a lo que, en otro tiempo, representaron, por citar dos ejemplos con valor de paradigma, El Príncipe de Maquiavelo o el Leviatán de Thomas Hobbes. Sobre todo porque, ciertamente, el valor de aquellas miradas despiadadas y lúcidas a las bambalinas del poder político, para intentar descubrir sus estrategias ocultas, encuentran hoy, en series como estas, su continuidad lógica en el esfuerzo por dar a ver aquellas verdades del poder que normalmente los medios de comunicación, sometidos a otra lógica de verificación que la de la ficción, no osan ni siquiera plantear si no es por la vía de la hipótesis hiperbólica y elíptica.

Pienso, por ejemplo, en El ala oeste de la Casa Blanca y en Borgen, que constituirían su versión amable (amargamente amable, me atrevería a decir); en Homeland, que consigue penetrar en la guerra sucia de Estados Unidos contra el terrorismo con una crudeza que difícilmente sería abordable en formatos informativos; o sobre todo en House of cards, que constituiría la versión descarnada e inclemente de las prácticas cínicas que, habitualmente, determinan la voluntad de poder en las estrategias cotidianas de los sistemas democráticos. House of cards, precisamente, es donde más explícitamente se muestra una verdad política contemporánea incontrovertible: que cuando más alta es la responsabilidad política, en el organigrama del sistema de poder, mayor acostumbra a ser la naturaleza de los crímenes y la opacidad que pretende encubrirlos y convertirlos en invisibles.

'House of cards' muestra que cuanto más alta es la responsabilidad política, mayor suele ser la naturaleza de los crímenes y la opacidad que pretende encubrirlos y convertirlos en invisibles

Si la serie horroriza, desde el primer capítulo, es porque cualquier espectador puede reconocer enseguida en Francis Underwood la hipérbole de la ambición política y la decisión consciente de hacer lo que sea para obtener el poder, cada vez más poder, y para mantenerse en él, al precio que sea. Así, a medida que el personaje sube en el escalafón (de líder de grupo parlamentario a vicepresidente y después presidente), las argucias, mentiras y extorsiones se convierten en crímenes y la picaresca y las manipulaciones acaban siendo crímenes de Estado y mecanismos más propios de un sistema totalitario que de la primera potencia, con pretensiones de modélica, de las democracias occidentales. House of cards revela que las bambalinas, en realidad, esconden auténticas cloacas.

A escala local, sólo hay que pensar en el siniestro episodio de los GAL desplegado bajo los gobiernos del PSOE, con mayoría absoluta en las Cortes, o en la confesión y el reconocimiento, por parte del entonces presidente del Gobierno, de la necesidad ontológica de las cloacas para preservar la paz social: “El Estado de derecho también se defiende en las alcantarillas”. No deja de ser motivo de escándalo, aunque parece que no todo el mundo lo ve así, que la simple invocación de “Lasa y Zabala” en las Cortes españolas, en el inicio de esta legislatura fantasmal, haya provocado casi una crisis de Estado, un terremoto en la cortesía parlamentaria, la irritación de todo el aparato del PSOE y la recriminación de buena parte de los analistas por el mal gusto, se ha repetido estos días, de la simple invocación de estos dos nombres. Como si el auténtico escándalo no fuera lo que pasó, con Lasa y Zabala, y que los máximos responsables de aquel Gobierno que lo impulsó, escondió, justificó y que incluso acompañó a la cárcel, entre gritos de apoyo y abrazos, a los condenados por estos crímenes, sigan dando lecciones de democracia y de responsabilidad. Ahí radica el auténtico escándalo, y no en el simple, por obvio, recordatorio, aunque sea, como se dice, en sede parlamentaria. La anomalía no es que alguien rompa el silencio por aquellas prácticas abominables, sino precisamente su ocultación y esta voluntad más implícita que confesada de pasar página.

Cosa parecida, a otra escala, es lo que actualmente podría decirse de la eufemísticamente denominada “crisis de los refugiados”, que está proporcionando situaciones de una hipocresía gigantesca. Mientras buena parte de los jefes de Estado de la UE lloriquean paternalistamente para fingir su escándalo y su cínica compasión, se legisla al mismo tiempo para favorecer unas deportaciones que no se recuerdan en Europa desde la Segunda Guerra Mundial o desde las políticas genocidas serbias durante la guerra de los Balcanes. Y así las lágrimas de cocodrilo impiden ver con claridad que el propio sistema de autodefensa europea que ellos mismos han establecido es lo que, en cierto sentido, está provocando esta situación realmente insostenible. Así, mientras los responsables de la política comunitaria se lamentan por la situación que las imágenes de los medios de comunicación muestran, día sí día también, ninguno de ellos cuestiona, ni siquiera tímidamente, la estrategia de la fortificación europea nacida de un pánico parecido al que los protagonistas de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati sentían ante la fantasiosa y sólo imaginaria invasión de los bárbaros, que pensaban inminente.

Pero este decorado esconde también sus bambalinas, auténticas cloacas de la política europea actual: una férrea estructura policial y militar de control en las fronteras; un sistema abominable de centros de internamiento alegales, más propios de una situación de estado de excepción que de la garantía normalizada de los derechos individuales, con sus redes de complicidad privada en las devoluciones sin juicio de los detenidos a sus países de origen; una suspensión, parece que ya irrevocable, de las normativas internacionales sobre el derecho de asilo y las políticas de acogida; y, finalmente, una política repulsiva (en sentido etimológico) contra los migrantes que intentan entrar en el espacio europeo comunitario.

Por no hablar de lo que parece haberse configurado como el gran tabú intocable e innombrable de nuestras democracias, en una muestra inequívoca de la hipocresía de los Estados, como el español, que estimulan, protegen y avalan operaciones, en la más absoluta opacidad, del comercio y el tráfico de armas con las organizaciones criminales, estatales o paraestatales, que están provocando el desplazamiento de millones de personas en Oriente Medio.

Una de las ratas de cloaca de House of cards, se pregunta: “¿Cómo se consigue ser bueno en algo?”. Y él mismo se contesta: “La práctica hace al maestro”. Pues eso mismo.