Las cosas se pueden decir de muchas formas. Y no hace falta crueldad ni misoginia para señalar los tics totalitarios del sistema político-mediático que tenemos. Para quien no esté al tanto, Eva Piquer ha publicado Difamació, un ensayo sobre los artículos que publicó Ricard —como lo llama ella en el libro— cuando el marido de ella, el director del Diari Ara Carles Capdevila, se moría de cáncer. Lejos de lo que pueda parecer, esta disputa no es ninguna batalla de egos: es una disputa política, aunque una parte de la trifulca se empeña en hacerla personal para poderla desdibujar. Hay que remontarse al país de hace diez años para poner en solfa una manera de operar que aún hoy arrastramos, y que es la causa primera del apoyo acrítico de periodistas, políticos y editores que ha recibido Piquer diez años después. Todo lo que quede escrito aquí, por cierto, no es un desprecio hacia la muerte ni el sufrimiento de nadie. Eva Piquer cargó y carga con mucho dolor los sucesos de entonces, y el análisis que quiero hacer aquí no pretende negarlo.
Sobre todo durante los años duros del procés, pensando que protegíamos de España a nuestros líderes políticos, a nuestros líderes culturales, y a todo aquel que, de alguna manera, fuera una cara visible para el país, la conversación pública quedó viciada —o aún más viciada— y la posibilidad de hacer crítica de todos aquellos a quienes considerábamos “de los nuestros” quedó cercenada. Esta abstracción se concretó, sobre todo y de un modo bastante evidente, en la imposibilidad de poner en duda la estrategia de los partidos del procés. No era una imposibilidad de base: había quien se aventuraba a hacerlo. Pero al hacerlo con la intención de abrir un debate sobre la ruta política de los partidos, o sobre los vicios del movimiento independentista, o sobre unas proclamas que no encontraban traducción en la práctica, se arriesgaba a topar frontalmente con un chantaje emocional que se intensificó sobre todo con los años de la prisión y el exilio. Se usó la pena, el personalismo y la sentimentalidad para silenciar la crítica política desde dentro. Es lo que algunos articulistas quisimos llamar procesismo. Este es un análisis que es fácil de explicar, fácil de entender y que me parece que, con los años, una parte del electorado independentista ha acabado validando. Pero no es nuevo de entonces, y no ha estado siempre circunscrito a la política.
La vida política del país son muchas cosas. Son sus diputados, sí. Son sus electores, son sus intelectuales, y también son sus periodistas. Incluso, hay días que son sus editoriales. Estos actores conforman una red, a menudo con intereses compartidos, que hace que nadie funcione del todo independientemente. Es por ello, sí, que parece que cada periódico tenga asignado un partido político. O que cada partido político tenga asignado un periódico. Cuando este sistema detecta desafíos, se repliega para poder protegerse. También es por ello, claro, que se puede hacer crítica de un director de periódico, o de su periódico, con motivos políticos y para hacer política. Y que se puede hacer con la intención de denunciar que existe todo un sistema que, para seguir siendo poseedor del relato oficial, silencia las voces que lo contestan.
Atreverse a ser ofensivo e hiriente también puede enviar la señal de que no se quiere participar del intercambio de favores y de todo lo que protege a los cabecillas de este sistema
Este fue el sistema que se encargó de amortiguar el golpe de la reculada política del diecisiete, ideando y difundiendo el marco ideológico que permitiera a quienes habían votado partidos independentistas digerir el estropicio. La circunstancia común que hace crecer a la extrema derecha en el mundo es que los electores tienen la sensación de que, voten lo que voten, nada se puede transformar. Que la mentira es la divisa de cambio de la política y que, al final, las decisiones importantes no pasan por las urnas. Que, en definitiva, la democracia no funciona. En Catalunya, esta frustración la encarna, como ningún otro episodio, el descarrilamiento premeditado del procés que el sistema politicomediático al que me refiero facilitó. Escribo esto porque, en determinadas ocasiones, Eva Piquer se ha referido al escarnio recibido como "neofascista", pero algunos de los que estaban en el teatro donde se presentó Difamació son, precisamente, los que sentaron las bases para que la frustración por el fracaso del procés y la decepción por el incumplimiento de los partidos la recogiera quien la ha acabado recogiendo. Llegados a este punto de la columna, también convendría recordar que fue el Diari Ara quien se negó a publicar el anuncio del referéndum del primero de octubre.
En este contexto, el afán silenciador —que es lo que de toda la vida se ha llamado censura— funciona con unos mecanismos bastante parecidos a los del campo estrictamente político. Así las cosas, atreverse a ser ofensivo e hiriente también puede enviar la señal de que no se quiere participar del intercambio de favores y de todo lo que protege a los cabecillas de este sistema. Y la respuesta de este sistema es la pena, el sentimentalismo, hurgar en la culpa, defender unos valores universales de tono amigable que hacen de recreo para adultos. O excusarse en la forma en la que se dicen y se escriben las cosas para no tener que asumir las cosas que se dicen y se escriben. O desviar la crítica con el tipo de enmiendas a la totalidad que se hacen cuando uno se siente víctima. O convertirlo en un asunto personal, o repolitizarlo para no tener que hacerse responsable de la crítica política inicial que había en la raíz de la disputa. O literaturizarlo para poner a Ricard en el centro mientras recibes el apoyo inequívoco e incondicional del entramado político —en todas sus facetas— contra quien Ricard se ha dedicado a escribir, de entrada denunciando que dicho entramado existe. La propia Eva Piquer reconoce que esto es así cuando manifiesta que lo que más le duele es que “estemos dando voz a personas así”, explicitando que hay quien ostenta el poder decisorio sobre quién debe tener voz y quién no debe tenerla. A muchos de los que todo esto lo hemos mirado desde fuera, con la presencia de según qué políticos, de según qué periodistas y de presidentes de según qué organizaciones políticas en el teatro donde se presentaba Difamació, nos saltaron las alarmas. Con las entrevistas que han precedido al acto, también. Esta es, precisamente, la constatación de que no se trata de una disputa política que se hace pasar por personal. Y que, personalizándola, perdemos de vista la posibilidad de preguntarnos, por ejemplo, de qué marco político e ideológico —nacional, sobre todo— bebe Club Editor, la editorial que publica la obra. Y qué saca de aprovecharse del dolor de Eva Piquer, que es incontestable, para producir un artefacto como el que ha publicado contra quien lo ha publicado. Y que conste que Piquer tiene todo el derecho a responder por escrito. De hecho, es una noticia excelente que responda por escrito. Por el mismo motivo, hay que poder decir que la respuesta, enmarcada en términos como neofascismo o difamación —¿todo insulto es una difamación?—, o pidiendo la cancelación del autor, tiene problemas que debemos poder discutir políticamente.
Reduciéndolo solo al aspecto personal, perdemos la posibilidad de desplegar una mirada crítica sobre un sistema que tiene que hacer equilibrios para disimular que existe, que todo es más descarnado, más crudo y más interesado de lo que la gente que no está cerca se imagina. Un sistema, de hecho, que difama para poder seguir existiendo, y que usa los mismos métodos que niega a quienes no forman parte de él para poder callarlos. Haciendo ver que solo hablamos de la crueldad de Ricard y del dolor de Eva Piquer, quedamos desarmados ante los peligros de otorgar a los prescriptores sociales y políticos del país la posibilidad de llenar la palabra “difamación” de toda aquella crítica que no les interese, tal como pasó durante el procés. Así las cosas, el despliegue político-mediático que ha comportado el libro hace pensar que, de todo esto, Ricard es el menos importante.