Un día quedé para tomar un café con Víctor Fernández, que es un periodista de La Razón, y se presentó con un libro sobre Josep Pla y Salvador Dalí que acababa de sacar conjuntamente con Enric Sabater, el secretario del pintor. Se trataba de un estudio introductorio para una reedición de bibliófilo de Obras de Museo, el libro que Pla y Dalí hicieron juntos.

El estudio traía reproducciones de cuadros, cartas manuscritas y un grupo de fotografías aparentemente espontáneas de los dos artistas abrazándose, estudiándose el uno al otro y charlando por los descosidos. Pasando páginas, al final llegamos a unas piezas que Dalí dedicó a Pla.

Había el famoso croquis de la cara del escritor que Dalí dibujó justo en medio de una hoja un poco torcida, como si fuera el esbozo de una máscara veneciana. Pla aparece con una sonrisa ancha y picaresca. Parece que salga de una borrachera y que se haya duchado para hacerse pasar la resaca, pero tiene los ojos brillantes y la cara limpia y se lo ve lúcido, contento y separado del mundo.

Había otra pieza que me llamó más la atención. Se veía un hombre sentado bajo un olivo solitario al margen de un camino que se perdía en uno de estos paisajes dalinianos inmensos, vacíos y geológicos. El hombre llevaba una barretina y un bastón de peregrino y yacía solo, pequeño como una figurita de pesebre. Abandonado en aquel espacio desértico, sólo tenía la compañía un perro delgado y muerto de hambre.

-Es Pla, me dijo el señor Fernández.

-Es la imagen del artista catalán del siglo XX, le respondí sin pensármelo mucho.

Lo primero que hay que tener presente, cuando se habla de Pla, igual que cuando se habla de Dalí, es que la segunda mitad del siglo XX fue el gran momento de los ministerios de cultura y de los medios de comunicación de masas. Es el momento en que los Estados alcanzan un control más absoluto sobre su territorio y la imaginación de los ciudadanos.

Extinguida la distinción entre la alta cultura y la cultura popular, todo lo que no aparece en los diarios o en la tele, o se explica en la escuela, no existe. En la época del Twitter suena exagerado, pero yo todavía he oído decir: "si no sales a la tele y a los diarios, no existes". Roger Waters, el cantante de Pink Floyd, dijo hablando de las revueltas de Egipto. "Me habría gustado ver a Franco mandando en la época del facebook." Bien: cuando el antiguo conde de Godó quiso destruir Gaziel prohibió mencionar su nombre en La Vanguardia y el mítico director pasó por un ostracismo hoy impensable.

Pla y Dalí vivieron la culminación de un proceso de centralización política y de homogeneización cultural que venía de muy lejos. Catalunya había perdido, primero, la guerra de Sucesión; después había visto fracasar los proyectos del General Prim y de la I República y, finalmente, se había encontrado con una Guerra Civil y una dictadura inacabable.

Sin internet, pero con muchos de los medios propios de la sociedad de masas que lo han hecho posible, la producción artística quedó totalmente sometida a los intereses de los Estados. En todo el mundo, los artistas trabajaban con un escenario de fondo que les venía muy dado por la política y que, si bien los mediatizaba, también los ayudaba a llegar a más gente.

Para acabar de arreglarlo, en España había una censura equiparable a la de los regímenes fascistas de los años 30. Eso quiere decir que en tiempo de Pla y Dalí la relación entre el artista y su público estaba controlada al milímetro por la política de Madrid y el imaginario a través del cual la España nacional se proyectaba en el mundo y se legitimaba dentro de sus fronteras.

En un país que oficialmente no existía, desposeído de toda institución que defendiera el imaginario autóctono y trabajara para proyectarlo en el mundo, en una época en que la propaganda política y los gabinetes publicitarios ya funcionaban a todo trapo y en que la tradición catalana era negada o reducida a la rémora folclórica, el artista catalán trabajaba en la intemperie, en un paisaje tan desolado como el que Dalí utiliza para explicar a Pla.

El aislamiento fue la gran fuerza de los artistas catalanes del siglo XX, pero también su gran handicap. Ubicados en un entorno deshecho, falto de lugares comunes y sobreentendidos que los conectaran con el mundo exterior, los creadores catalanes podían ser fácilmente ignorados o convertidos en un exotismo caricaturesco.

Cuando Dalí decía que la estación de Perpiñán era el centro del mundo, por ejemplo; cuando ordenó de poner la cabeza de Francesc Pujols encima de la cabeza del fundador de Barcelona, el emperador Augusto, en el monumento que hay en la entrada del Museo de Figueres, con la inscripción "El pensamiento catalán rebrota siempre y sobrevive a sus ilusos enterradores"; cuando Dalí decía que era un pintor gótico o cuando llegaba a Nueva York con un pan gigante, participaba de un imaginario que él, Josep Pla, Joan Miró, Picasso, Mercè Rodoreda, Joan Sales podían entender pero que la mayor parte del mundo, catalanes incluidos, no.

Si miramos a Pla y Dalí prescindiendo del anteojo constitucional español, veremos que son dos figuras complementarias, que se explican muy bien la una a la otra. Para tener un buen retrato de los dos artistas haría falta un contexto cultural más definido, que permitiera profundizar en la tradición a la cual pertenecían, que era la catalana, y ver cómo jugaban con sus elementos. Pero vistos como personas con ambiciones concretas, que nacieron en un sitio concreto, hijos de una historia concreta, Pla y Dalí aparecen ya como dos figuras ejemplares de la lucha que, desde hace siglos, los catalanes han llevado a cabo para vivir plenamente en un contexto adverso.

Si el espíritu contradice la materia, si el cuerpo y el alma viven como gato y perro y es trabajo de los artistas recomponer la unidad en un mundo ideal, en Catalunya, los artistas siempre han tenido trabajo extra. Sin unas instituciones capaces de garantizar una base mínima de sobrentendidos y con una tradición indefensa en su propio territorio, la búsqueda de la unidad –que es la base de toda obra artística- se convierte en una lucha especialmente heroica.

En su libro sobre Barcelona, Robert Hughes utiliza un cuadro de Miró que se puede ligar con el cuadro de Dalí que he mencionado. Se ve una masía a última hora de la tarde con el sol pequeño, la tierra apagada, las paredes cansadas y un perro que ladra. El cuadro transmite toda la intensidad de la añoranza, del recuerdo saturado de silencios y detalles amplificados por la distancia, estos silencios que producen las realidades imaginadas sin una traducción tangible en el mundo y que, por lo tanto, a duras penas se pueden explicar.

Sin esta añoranza, dice Hughes, (esta añoranza de una realidad imaginada o de una fantasía vivida casi como real) no se entiende el arte catalán contemporáneo. Ni se puede entender el modernismo –que se añoraba de la Catalunya gótica–, ni se pueden entender los artistas que vivieron la guerra civil y la dictadura.

La generación de Pla es fruto del imaginario que despertó el modernismo; es fruto del programa que ha grabado en los nombres de las calles del eixample; no olvidemos que Pla había aspirado a escribir una historia de la diplomacia catalana, antes de la guerra. La Generación de Pla no solamente perdió la esperanza de recuperar el esplendor de la Catalunya medieval, no sólo vio morir el país que había reavivado las esperanzas de modernizar la cultura catalana y ponerla en el mapa. Tuvo que trabajar con una realidad dramáticamente empobrecida por la censura y la propaganda.

Con Barcelona ocupada, no es casualidad que el brillo artístico del país se concentrara en el extranjero o en el Ampurdán, donde la historia y la sensibilidad que hizo posible el modernismo todavía eran reconocibles en el entorno. Tampoco es extraño que sin una metrópoli de referencia, Pla se pusiera la boina de campesino en la cabeza. Los artistas catalanes de la segunda mitad del siglo XX son artistas huérfanos. Su país se ha desvanecido en el momento que los marcos nacionales han adquirido una importancia decisiva y la política contamina todos los aspectos de la vida en el mundo civilizado.

Me parece que, más allá de sus ideas estéticas, si Pla despreciaba Miró es porque tenía una actitud purista ante los problemas del país, pero después hacía una pintura abstracta que no tenía ningún coste. Más allá de su reivindicación del realismo, me da la impresión que Pla encontraba que la tendencia a la abstracción de algunos pintores y escritores catalanes eran de un heroísmo hipócrita.

Hablando de Dalí, Pla asegura que el pintor ampurdanés no pinta nada sin habérselo pensado fríamente, lo describe como un maestro de la intención: "Lo que lo apasiona –escribe– es la profundidad de las cosas reales, ver lo que hay bajo las cosas de la realidad. La fabulosa matización de la realidad". Pla consideraba la actividad artística como un tour de force entre el hombre y el entorno parecida a lo que el campesino mantiene con la tierra. Creía que el arte era la expresión de la lucha del sujeto para civilizar el mundo y darle una forma confortable.

Por eso, cuando Soler Serrano le pregunta qué le parece la literatura de Espriu, en aquella entrevista de TVE, Pla responde: "Es ininteligible. Si lo ve, dígale que es muy cuco." En una carta de Pla, se lee: "Usted, señor Dalí, no ha sido nunca atacado en este país por razones pictóricas –a pesar de ser tan desconocido. Ha sido atacado por razones políticas grotescas".

Como Dalí, Pla trabajaba con diferentes niveles de significación, consciente de que la fuerza de los prejuicios políticos es pasajera como las modas. En un país sin papeles oficiales y, por lo tanto, sin ninguna base de racionalidad, la lucha del artista contra el caos y la pedantería se multiplica y eso ayuda a comprender que Pla y Dalí, en su afán ordenador, en su lucha por construir un mundo que pudiera ser reconocido por ellos y por el país –que pudiera participar de la tradición de la cual bebían-, extremaran los aspectos más auténticos de su humanidad.

Pla y Dalí viven la añoranza colectiva de la cual habla Hughes desde situaciones personales diferentes. La añoranza de Pla, como el de Miró, es una añoranza que conserva vínculos con el mundo concreto. Miró y Pla tienen una casa y un pasado que pueden idealizar; Dalí no tiene nada. Además de quedarse sin país, ha roto con la familia. Ni siquiera antes de la guerra civil, Catalunya tenía una base lo bastante fuerte para resistir su personalidad corrosiva. Dalí sólo tiene la imaginación y la tradición para sobrevivir.

Dalí saca la fuerza del presente, por eso depende tanto del público. En cambio, Pla saca la fuerza del pasado, como Miró; de aquí viene el propagandismo desenfrenado del uno y el recogimiento numantino del otro. Dalí llega a Nueva York y monta el show. Miró se encierra en el estudio y se espera que los marchantes vengan a llamar a su puerta. Miró decía que la discreción le permitía desprenderse del ego y afirmarse con más contundencia. Pla hizo un poco lo mismo, pero en Catalunya y recluyéndose en el Mas. Como en el caso del Miró, su fuerza dependía de su capacidad de proteger los recuerdos, de conservar la fe en el paraíso perdido.

Como decía, Pla y Dalí son figuras complementarias, representan los dos principales modelos de vida que han seguido los catalanes que han querido destacar y que, por lo tanto, han necesitado superar la marginación política de su tribu. Representan la figura de la paria y del extravagante, del hombre que saca la fuerza de hacerse una moral y del hombre que saca la moral de hacerse una fortuna, del introvertido y del extravertido. Los dos encajan con dos figuras muy bien explicadas por Isaiah Berlin en un ensayo que se titula a Contracorriente, sobre los problemas que han tenido los individuos de minorías sin estado para hacerse oír en el mundo.

Pla llega a la forma a través del fondo, y Dalí llega al fondo a través de la forma; Pla materializa el espíritu y Dalí espiritualiza la materia; el uno es soltero, el otro casado. Los dos participan del sistema franquista pero lo hacen "desde la adhesión incompleta". La grandeza de Pla y Dalí viene de la fuerza de su sinceridad ante los avatares de la historia, de no traicionarse a ellos mismos en nombre de excusas o de ideales abstractos. Es decir: de darse cuenta de que su condición de artistas no se puede desligar de su condición de catalanes pero que tampoco puede reducirse a ella.

Evidentemente los dos pagaron un precio por salir adelante. Dalí insistía en que debía todo su éxito a su mujer; Pla nunca hablaba de sus amores. Creo que hay una relación entre las mujeres de Pla y Dalí y el precio que los dos pagaron como artistas. Según la mitología popular, Dalí amaba una arpía, mientras que Pla iba con prostitutas. Dalí decía que Gala era la persona que prefería del mundo y que inmediatamente después ya venía Franco. Pla decía que no se había enamorado nunca, que no había conseguido conocer a ninguna mujer que lo amara.

En general la relación que Pla y Dalí tenían con sus respectivas se atribuye a su condición de artistas, se pinta como una extravagancia de los personajes y, en parte, bien seguro de que lo era. Pero yo encuentro que muchas de las actitudes que en este país se acostumbran a describir como extravagantes tienen una explicación complementaria si se ponen en relación con el precio que en Catalunya hay que pagar para conseguir determinadas cosas.

Si Pla amó alguna prostituta, debió ser porque podía comprender qué era tener que prostituirse para salir de la marginación, porque él mismo se había tenido que tragar muchas humillaciones. Asimismo, si Dalí quería Gala, debe ser porque él era igual de frío y de caníbal que ella y podía comprender su afán de figurar al precio que fuera. Puestos a decir, Miró también tuvo con las mujeres una relación que recuerda a sus estrategias de supervivencia: una relación marcada por la discreción más hermética.

Pero en todo caso, si Pla y Dalí tuvieron una relación triste con las mujeres es porque, aunque triunfaron como artistas, tuvieron una relación triste con el poder. Las mujeres se acercan al poder, sobre todo a las representaciones externas del poder. Las mujeres dan un status al hombre que quiere triunfar socialmente. Por eso se dice que las mujeres hacen a los hombres y que son la base y la medida de sus ambiciones.

Todo eso ahora puede sonar pasado de moda y traer discusiones, pero en la época de Pla y Dalí era una verdad como un templo, no en balde hacía siglos que las mujeres catalanas estaban enamoradas de los curas. El hecho, y ya acabo, es que los dos lucharon por estar por encima de su época sin dejar de vivirla. Los dos superaron sus maestros y adversarios sin necesidad de recurrir a ningún reproche político. Los dos nadaron a contracorriente, que es como a menudo tenemos que perseguir aquí nuestros objetivos.

Pla escribió su obra sin romper con la dictadura y, a pesar de todo, a diferencia de muchos que trataron de sacar algún tipo de ventaja, su literatura todavía hoy tiene éxito, cosa que quiere decir que supo tocar fibras lo bastante hondas. Las palabras son el instrumento por excelencia de la política y dejar una obra pictórica o musical bajo una realidad tan adversa como el franquismo era difícil, pero una obra literaria, una obra hecha de palabras dichas con una lengua perseguida, todavía lo era más.

Rodoreda escribió la plaza del Diamante desde el exilio. Sales tardó más de 40 años en escribir una novela, y la amplió varias veces, a medida que la censura se ablandaba. Pla triunfó como escritor sin moverse de casa y, a diferencia de Dalí, hizo escuela. Además de gestionar con gran finura este aislamiento que he dicho que es la fuerza y el handicap del artista catalán del siglo XX, dejó un ejemplo para que los que vinieran detrás lo tuvieran más fácil.

(Leo que, desde la semana pasada, se puede visitar en grupos de 12 personas la masía de Mont-Roig donde Miró pasaba los veranos. La noticia me ha hecho ilusión y me ha recordado esta charla que ya tiene unos años pero que quizás pueda dar un poco de contexto.)