Hace 8 días estábamos en París. Cuando, con papel y lápiz (sí, ¿qué pasa?) empiezo a escribir este texto, comíamos, felices, en la terraza de un café de la rue Caron, cerca de La Bastilla. Hice una foto para captar las luces de otoño de la plaza vecina. El amarillo dorado de los árboles y la alfombra de hojas en el suelo, que embellece en esta época los adoquines plateados de París. (Y debajo, la playa. Y, Las palabras y las cosas, el hombre es un rostro que se borra sobre la arena.)

Colgué la foto de la placita para los y las colegas de Facebook, a menudo atentos/as a nuestros viajecillos. Fue un pequeño hit. Las amigas, los amigos, se alegran, cuando compartimos estas cosas sencillas. Y pulsan el "me gusta". La sociedad de la extimidad, este sinvivir nuestro de cada día en el gran panóptico virtual, también te da pequeños premios. Podía ser cualquier plaza de cualquier bella ciudad de la vieja Europa a aquella hora. Pero era nuestra plaza.

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Un saxofonista tocaba la calma del mediodía. Caracoles de Borgoña y todo el utillaje para poder saborearlos perfectamente alineado sobre los manteles en la minúscula mesilla para dos, en medio de la calle. Vin au verre. Las pequeñas cosas para hacer y disfrutar poco a poco que sólo a nosotros nos importan. Las cosas sencillas que no hacemos nunca. La calma de un mediodía de otoño soleado en París. Ver la vida como pasa desde un rincón de mundo cualquiera que hacemos nuestro. Tu sonrisa.

La vida. Gente sin prisa arriba y abajo en la gran ciudad-escaparate. Un sábado cualquiera. Sol de otoño en París.

Subimos por Beaumarchais a la plaza de la República y volvimos a bajar por los callejones del Marais buscando nuestra plaza. Nuestro café. Era la hora de comer. No muy lejos, la noche de este viernes, 13 de noviembre, en la cercana vía Voltaire, el gran filósofo, y en varios puntos de los distritos 10 y 11, la barbarie entró de nuevo en escena. Maldito sea el rayo divino que nunca envían los dioses, sino los hombres que se creen dioses.

Un viernes cualquiera. En el Bataclan, la zona cero del último luto que nos impone el yihadismo asesino, la gente bailaba y tomaba copas y/o se enamoraba. La vida. Un viernes cualquiera. Sangre sobre los adoquines plateados de París. (Y debajo, la playa. Y, Las palabras y las cosas, el hombre es un rostro que se borra sobre la arena.)

Compramos uno de esos imanes ilustrados para la nevera. Siempre los traemos de nuestros viajes. La pobre nevera debe estar harta, de tanto imán ilustrado. Está desde Nefertiti al papa Francisco. La nueva pieza es un lema. Dice: Je suis Charlie. Fotografiamos las placas que en las calles y las escuelas recuerdan a los niños parisinos muertos en los campos nazis.

La vida, siempre huyendo. La vida, eso que alguien se nos lleva, sin pedirnos permiso, una mala noche cualquiera en París.

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Miro en la galería del móvil las imágenes de nuestro viaje a París. Notre Dame, la gran dama gótica del Sena. El Gran Palais, donde se exhibe una magnífica exposición sobre el Picasso pop y superstar, el de los grandes calzoncillos. La iglesia y el café de la Sorbona y el Collège de France. Había colas interminables en la calle cuando Michel Foucault, el último de los philosophes, dictaba allí sus cursos. Las estaciones de metro, desbordantes de luz y de gente arriba y abajo. Las librerías de viejo. Las cordonneries. El Panteón. Los Elíseos y la tour Eiffel, siempre. Las pastelerías. El restaurante del Quartier Latin donde Paul Verlaine pasó la última noche y el camarero italiano nos tomó por italianos. La plaza Italia y otro café para despedirnos de París.

(Y, claro, el Louvre. Para entender Europa, incluso simplemente para entendernos, hay que ir al Louvre. Está la Monna de Leonardo y los japoneses que se hacen selfies con la pobre Monna de Leonardo. Pero también está La balsa de la medusa de Géricault –Europa vergonzante– y La libertad guiando el pueblo de Delacroix –Europa como promesa universal–. Sí, la libertad guiando al pueblo. Todos los pueblos de la tierra serán libres, algún día, cuando vuestro rostro y los de muchos otros como vosotros se haya borrado de la arena de la playa que hay debajo de los adoquines de París manchados de sangre; cuando no estéis vosotros y los que son como vosotros, tanto da de dónde vengan, o en nombre de qué gritan y matan o a qué pobre Dios rezan, si es que rezan.)

El mapa de París que nos dejaron en el hotel lo llevo aún en el bolsillo de la americana. Es extraño, he llevado el plano de París toda la semana en el bolsillo de la americana y era del todo consciente de que lo llevaba en el bolsillo de la americana. No he encontrado el momento para dejarlo en el cajón donde dejamos estas pequeñas cartografías de nuestros pequeños viajes. Ahora lo tengo extendido sobre la mesa, en el diario. Estoy reconstruyendo paso a paso nuestro periplo, e intento ubicar nuestra plaza, mientras escribo esto.

¿Te acuerdas? Nosotros también buscábamos un restaurante camboyano muy famoso, el sábado por la noche, y, pardillos, no lo encontramos.

París era tu regalo. Nuestro regalo. Sí, miserables. Tenemos el derecho a no olvidar. Y no, (todavía) no está todo perdonado.

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