Predicar con el ejemplo es la herramienta más eficaz que tenemos los católicos. Es eficaz porque la coherencia nos convierte en merecedores de respeto a ojos de quien, de entrada, no nos tendría, y porque a alguien a quien todo aquello sobrenatural le parece una bola impresionante, los hechos le permiten retener el debate en el terreno material. Esta semana, el papa Francisco ha pedido perdón a los indígenas del Canadá por los daños y abusos que la Iglesia Católica cometió contra la comunidad. Lo ha hecho sabiendo que hay veces en qué dar contexto se parece mucho a dar excusas y que, a menudo, la mejor reparación es verbalizar el error, porque todo lo que necesita la víctima es este reconocimiento. Cuando el daño es irreparable, es todo lo que puede conseguir. De los hechos a los hechos, este acto de contrición es bueno porque habla desde el ejemplo. Es justo porque, a pesar de no cambiar nada en la práctica, ofrece el consuelo de la razón a quien durante siglos ha sufrido los efectos del silencio.

Vencido el ego, eres capaz de comprender que las disculpas siempre honran más de lo que humillan, que es bueno que aquello que no está bien no nos haga sentir bien, y que enmendarlo nos haga recuperar la paz

El papa Francisco pide perdón porque entiende los efectos que tiene el papel de la Iglesia en el último siglo y medio aunque la línea entre aquello que históricamente es justificable por el peso de las circunstancias y aquello que no lo es siempre hace de mal dibujar. De la misma manera que el Santo Padre tenía poder entonces para escribir el relato que justificara los abusos a la comunidad indígena canadiense, el Santo Padre tiene poder hoy para reubicar la Iglesia dentro de este relato y enmendar sus miserias morales, intentando un encaje de tetris entre aquello que la institución considera bueno y aquello que la sociedad de hoy considera bueno. Es absurdo enmarcar las disculpas en el oportunismo porque la liberación de conciencia de quien busca redimirse siempre es consecuencia directa de la obtención del perdón. Eso no lo hace ni menos justo ni menos necesario de implorar. Es una lucha contra el propio ego, en el fondo. Una vez vencido el ego, llegas al estadio en que eres capaz de comprender que las disculpas siempre honran más de lo que humillan, que es bueno que aquello que no está bien no nos haga sentir bien, y que enmendarlo nos haga recuperar la paz.

La Iglesia no es democrática y por lo tanto no es fiscalizable en los términos en que hoy pensamos las organizaciones mundiales dentro de nuestras cabezas

Iglesia y sociedad son indiscernibles. La primera la configuramos los hombres, y la segunda también. Los católicos tenemos un papel dentro de la sociedad —o lo tendríamos que querer tener— y una parte de reconocernos como miembros de la Iglesia pasa por enfrentarnos al coste de convertirnos en caras visibles de un macroproyecto que no siempre tiene los perfiles que nos gustarían y no siempre se nos hacen fáciles de defender. Y no hay que hacerlo. O podemos no hacerlo. Quizás es más adecuado plantearlo en términos de posibilidad que de necesidad porque así queda abierta la puertecita de la libertad, que es la base de una buena relación con la Iglesia y de una buena relación con Dios.

Pedir perdón hoy no me parece una mala manera de liberar a los católicos del peso de un daño que no han cometido y del que, gracias a Dios, no comparten los motivos

La Iglesia no es democrática y por lo tanto no es fiscalizable en los términos en que hoy pensamos las organizaciones mundiales dentro de nuestras cabezas. Es la mayor institución y más antigua de la tierra y eso tiene dos efectos: que sus engranajes funcionan a paso de mamut y que siempre funcionan con el fin de sobrevivir, porque en su existencia se preserva el mensaje de Cristo. Son —somos— conscientes. Eso también tiene dos virtudes: su magnitud le hace imposible de eludir la diversidad de los que la configuramos y, por lo tanto, siempre habrá un lugar adecuado para quien, al sopesar si le pesa más la voluntad de vivir en Jesús de Nazaret o de pertenecer a una institución que le satisfaga todos los peros, escoja la primera y busque el espacio que más se adecue a su talante. El papa pide perdón porque es consciente de que la carga que nos supone a los católicos el daño que la institución que configuramos pueda inferir a la sociedad —en caso de unos abusos como los del Canadá, por ejemplo— va más allá de talantes. Ataca la moral y los principios compartidos por cualquier católico, aquello que tenemos en común. No sé si es justo o no juzgar el pasado desde el presente, pero pedir perdón hoy no me parece una mala manera de liberar a los católicos del peso de un daño que no han cometido y del que, gracias a Dios, no comparten los motivos. Y de hacer notorio que aquello que no está bien, no está bien. Para que no se repita.