Desórdenes y asesinatos por todas partes. En marzo de 1285 se produjo una revuelta de artesanos en Barcelona que protestaban por unos abusivos impuestos. El rey don Pedro, nuestro Pedro el Grande, con un aumento de la recaudación intentaba pagar la guerra imposible contra Francia, contra la primera potencia militar de Europa que se nos acercaba al galope. Nuevamente la monarquía de la flor de lis y el Papado se habían aliado en nuestra contra, nuevamente nuestros más ricos y poderosos vecinos pretendían ser aún más ricos y más poderosos. En esta ocasión el enfrentamiento era total, no era sólo una guerra, se había llegado al punto de convocar formalmente una cruzada para destruirnos. Pero los insurrectos de Barcelona, ni sabían ni querían saber mucho de todo eso. Capitaneados por un tal Berenguer Oller, habían conseguido el dominio efectivo de la ciudad, vivían como sonámbulos, obsesionados por su causa, cegados precisamente porque su causa era justa, legítima y les restituía la dignidad perdida. Andaban ebrios de llevar razón.

El rey don Pedro se presentó entonces en Barcelona. Lo explica admirablemente Bernat Desclot en el capítulo 133 de su crónica que, en realidad, se llama Libro del rey don Pedro. Berenguer Oller, a pie, fue al encuentro del monarca que ya estaba dentro de la capital e hizo un gesto de respeto, de conciliación, de aceptación de la jerarquía: le quiso besar la mano. Pedro el Grande, entonces, sin descabalgar, le preguntó quién era, simulando que no sabía que aquel era Berenguer Oller, el sublevado que le había despojado de Barcelona, cuando en realidad no albergaba ninguna duda. Al oírle el nombre, el rey impidió que le besara la mano aduciendo el protocolo, ya que “no era costumbre ni usanza de reyes besar la mano de otro rey”. Oller se lo tomó a broma pero no era tan estúpido como para no ver que el rey no estaba para bromas. Sabía hablar muy bien, de hecho se había convertido en el jefe de la insurrección porque había logrado traducir en palabras las inquietudes de sus compañeros artesanos. De modo que le supo decir: “Señor, yo no soy rey ni hijo de rey, ni creo serlo, que soy vuestro súbdito y vasallo y quisiera hablar con vos de cosas que os convienen”. Pedro el Grande entonces hizo un pequeño gesto de comprensión, paternal, magnánimo como todos los grandes guerreros y como todos los mejores políticos. Respondió que accedía al diálogo con Oller pero que quería hablar con él en el palacio y así, tal como dibuja lo Desclot, el rey “le puso la mano en la cabeza, teniéndolo muy cerca para que no se pudiera ir. De este modo, el rey a caballo y Berenguer Oller a pie a su lado, llegaron al palacio y entraron en él.” El monarca comenzó a dar las primeras instrucciones a los porteros de la casa, prohibiendo que nadie pudiera entrar excepto, si querían, los compañeros sublevados de Berenguer Oller. La puerta del palacio fue cerrada y durante toda la noche don Pedro mantuvo reuniones con sus caballeros y con destacados ciudadanos de Barcelona. Y por fin se encontró una solución a la crisis, una solución que nos lleva a la reflexión. Mejor que lo cuente el mismo Desclot: “... después de haber discutido mucho y de muchas idas y venidas, el rey recompensó a Berenguer Oller haciéndole un gran honor. Lo sacaron del palacio, arrastrado y atado a la cola de un mulo y, detrás, siete de sus compañeros iban con él, con sogas al cuello, y los hizo andar por todas las calles de la ciudad y luego los colgó por el cuello, a los siete, en un olivo, y a Berenguer Oller más arriba que a los otros.”